miércoles, 3 de abril de 2013

LA CRISIS, LA DOMINACIÓN Y LAS FORMAS DE RESISTENCIA (*)

 
 
Todo grupo debe saber crear vínculo entre sus miembros. A lo largo de la historia podemos constatar la existencia de dos grandes formas de lidiar con esta cuestión: lo simbólico y lo social. El primero lo hace a través de la desacumulación de valor actualizada en la ambivalencia de la obligación propia del don y contradon y el dispositivo implosivo del ritual; el segundo a través de la maximización de valor realizada en la equivalencia abstracta de la relación mediada por signos, objetos e instancias y el dispositivo explosivo de la producción.
Lo simbólico sería, parafraseando a La sociedad contra el Estado de Pierre Clastres, la “sociedad” contra lo Social mismo. Se trataría de una “comunidad profunda” que se expresaría a nivel de sus miembros en la soberanía que despliega la paridad del desafío, la dualidad, la ambivalencia, todas ellas formas del habla plena colectiva, de un aura soberana del gesto y habla individuales ni conceptual ni prácticamente escindidas del grupo. Paradoja –así se nos muestra a nosotros hoy- de una forma de vida en la que la separación “hombre-sociedad” no existiría, en plena ausencia o elipsis de uno y otra. Esa “tribalidad” supone un grado de intimidad que cuando es amenazada se reivindica, más allá de todo discurso racional, moral o legal como lo que llamaríamos una “exigencia clastresiana de grupo”.
Lo Social se constituyó enraizándose en las formas simbólicas de vida, reduciéndolas a sus propiedades formales y reprimiéndolas o excluyéndolas. Su aparición ha tenido lugar después de un largo proceso histórico que ha preparado su advenimiento: en el pasado la división del grupo ha instituido un poder de vida y muerte escindido de la jurisdicción del primero, pero este corte no ha cambiado la forma de crear comunidad; la cesura ha seguido articulándose abiertamente durante milenios a través del juego de lo simbólico y del ritual, por el que la jerarquía (no confundirla directamente con el poder) se expresa en la para nosotros paradójica (ambivalente) irreconciliabilidad cómplice entre las diferentes especies de hombres: el juego del poder del Soberano contra los segmentos, los linajes o los estamentos y viceversa mantiene una forma de rescate de lo simbólico mediante la reversibilidad que permite el englobamiento del contrario (ver Louis Dumont). En contextos límite la rebelión, la utopía y las religiones soteriológicas han reivindicado la comunidad simbólica estrangulada por el poder (ver Norman Cohn, En pos del milenio). Con el impulso del capital y las transformaciones de lo religioso el antiguo orden de dominación va a dar lugar, a partir de la “época clásica”, a la invención de lo Social: si en el pasado la sociedad es dada (por los ancestros o los dioses) asistimos ahora a la producción de sociedad con la implantación de relaciones sociales de producción; la jerarquía queda absorbida en la cadena de mando del poder; se inventa la realidad, el espacio y tiempo en el que se despliegan las nuevas instituciones políticas y económicas; la obligación simbólica es sustituida por el contrato (entre productores libres e iguales que ceden parte de una soberanía –definida por el Derecho- al Estado); aparición del biopoder y sus dispositivos productores de una vida desnuda (Agamben) de toda soberanía simbólica que precisa de instituciones de asistencia, educación, información o entretenimiento como otros tantos modos de manipulación de un sujeto separado, recortado de la comunidad de intercambio simbólico. Y si las formas de poder previas a la aparición del capital se han mostrado retrospectivamente bastante vulnerables a la exigencia simbólica de grupo, como muestran las revueltas o las utopías ahogadas en sangre, el capital se revela como el más eficaz dispositivo de neutralización de lo simbólico jamás creado: lo Social está ahí para destruir y expulsar a lo Simbólico; junto con el capital precisan destruir a toda costa toda singularidad que no pueda ser asimilada por la abstracción del valor cuantitativo o semiótico y su maximización.
De lo dicho se deduce que la baza de la dominación de lo Social se juega –como en todos los ámbitos- en el nivel fundamental de lo simbólico: toda forma de dominación es una apuesta simbólica a vida o muerte entre el grupo y la instancia del poder, y el objetivo de este último es neutralizar el antagonismo abierto que por definición implica la dualidad del habla plena y su exigencia de comunidad soberana.
La lógica de maximalización sin restricción alguna del valor debe excluir toda posibilidad de pérdida, desacumulación y restricción, formas propias del orden simbólico, cuyo límite residía en la actualización de la figura de la muerte que implicaba su ambivalencia con la vida y no la irreversibilidad e intercambio de ésta contra algo que no sea la abstracción contable o acumulativa del valor. De esa exclusión de la muerte (monopolizada por el Amo) surgen el Sujeto y el Objeto modernos. Ambos aparecen como tales, separados, identificados, instanciados, materializados, porque se constituyen como positividades destinadas a la permanencia a toda costa: amortización diferida en el transcurrir del tiempo lineal del trato con los semejantes y con las cosas, codificado de acuerdo con la ley contable de la proliferación irreversible del valor. Somos sujetos porque ya no somos dueños de nuestra muerte, y comerciamos con objetos porque ya no los consagramos al intercambio simbólico, al consumo ritual o festivo del grupo. Todo esto es el marco de una nueva antropología, de una nueva filosofía, de una nueva ciencia, pero también de una nueva forma de dominación. Y si la forma-mercancía (Marx) y la posterior forma-signo (Baudrillard) son las abstracciones a través de las que se opera la realización del valor, sujeto y objeto son las cajas negras de las que el poder se ha servido para ejercer su dominio en el trabajo productivo y el servicio, la educación, la medicina y el resto de instancias en las que la vida queda dividida.  
Así, mientras que la forma mercancía ha sido absorbida por la forma signo, el poder se ha servido del sujeto y el objeto de forma ininterrumpida desde hace dos siglos, ejerciendo a través de ellas dos tácticas de dominación que se corresponden con las primeras: se trata de objetivizar o bien subjetivizar a los dominados. Cada una de ellas tiene un mayor peso en la estrategia del sistema según la fase de movimiento del capital. Y puede decirse que las resistencias de los dominados, en tanto que investidos por ambas categorías (pero también la naturaleza, lo viviente y lo inorgánico, como veremos) se han configurado de la misma forma: oposición en tanto que sujetos u despliegan las estrategias de dominación y resistencia desde dentro del sistema.
La fase de dominación por el modo de producción precisaba de la objetivación de los dominados como simple fuerza de trabajo, por lo que las tácticas de resistencia subjetiva eran las que plantaban cara al sistema a su mismo nivel, exigiendo su reconocimiento como sujetos alienados por las múltiples formas de objetivación; la toma de conciencia y de palabra era por tanto la auténtica amenaza para el sistema. Pero el capitalismo industrial se enfrentaba al problema de la caída tendencial de la tasa de ganancia y al peligro revolucionario organizado en torno a la reivindicación de un Sujeto de la Historia. La crisis de 1929 fue el detonante del surgimiento de un nuevo modelo. Al objeto de relanzar el movimiento del capital y conjurar la amenaza de revolución se llegó a la solución consistente en conceder a las masas un pequeño aumento del nivel de vida, más allá de aquel basado en la pura reproducción física de la fuerza de trabajo. En esta nueva configuración consolidada tras la Segunda Guerra Mundial, el sistema ha precisado de tácticas de subjetivación propias de una organización descentralizada, no panóptica, de una forma de integración que fuera más allá de la inclusión de los individuos como meros productores para transformarlos en productores-consumidores de objetos y signos destinados a su amortización privada. En esta fase de dominación por el modo de semiotización las resistencias como objeto han sido las peligrosas para el sistema: pues éste necesita de la subjetivación de los dominados para hacerlos participar. Más allá de las políticas de identidad subjetiva (de la unívoca a la polimorfa, la performativa o la nómada, o de las tendencias que pretenden otorgar a la naturaleza derechos inalienables en tanto que sujeto jurídico), el horizonte de objeto que aparece a través de la indiferencia, la desafectación, la anomia, la acedia, el accidente, la catástrofe natural o los estallidos de violencia en las revueltas sin finalidad (de la que el terrorismo es una variante en su forma de irrupción objetiva, bruta e inmediata -independientemente de las ideas o contenidos que mueven a sus actores-) constituye una respuesta mucho más dañina.
La actual crisis marca el final de este segundo modelo. Una vez más, con sus propias variantes, se trata en última instancia de una crisis de superproducción: productividad tecnológica brutal que precisaría de una demanda voraz e insaciable. Como el capital no ha querido elevar más el nivel de vida puesto que considera que ello podría amenazar el volumen de beneficio y la dominación, se decide desplegar la deuda como forma de reactivar de nuevo el consumo. Pero ésta, desbocada, se vuelve ruinosa: esta vez la caída tendencial corresponde a la tasa de confianza y solvencia del dispositivo conforme la cadena de intercambios crece en extensión; la cascada de impagos lleva a la bancarrota al sistema, por lo que el problema inicial sigue intacto: la imposibilidad de consumir todo lo que la capacidad productiva puede generar. La situación es mucho más grave cuando tenemos en cuenta la desvinculación entre el aumento de la productividad y la necesidad del pleno empleo, fenómeno que tiene lugar a mediados de los ochenta. El balance entre la utilización del trabajo vivo y el trabajo muerto se inclina definitivamente en favor de éste: el sistema ya no precisará del primero salvo de forma marginal; como señala Baudrillard, desde los años 70 el trabajo vivo ha tomado cada vez más el carácter de mera forma ritualizada de servidumbre, tanto en el trabajo “productivo” como en el sector “improductivo” de los “servicios” (pero hace años que éstos están siendo igualmente colonizados por el trabajo muerto: hoteles sin personal, robotización de las tareas, monitorización informatizada…). Por lo tanto el principio de productividad que se expresa en el espectacular desarrollo tecnológico e informacional actual va a hacer imposible integrar a la mayoría de los sintrabajo en las estructuras productivas y de servicios. Y ello abre la puerta a la mayor amenaza para el sistema hasta el momento: el dispositivo del consumo, en el que descansaba la generación de capital, va a verse cada vez más limitado a medida que las masas vean sensiblemente mermada su capacidad de consumo o sean directamente excluidas del modelo. Por otro lado, al menos transitoriamente, las fuentes de energía ofrecen un panorama de explotación limitada: desaparecerán a corto o medio plazo. Esta situación es cierta mientras no aparezcan nuevas fuentes o no se logre a una escala todavía desconocida la “síntesis” de las mismas. Mientras tanto los procesos de subjetivación continúan, aunque el objetivo ha cambiado: la situación actual es la mejor coartada para implicar a los individuos en la gestión de lo social que agoniza, pero a diferencia del escenario inmediatamente anterior en la que la integración activa interesaba fundamentalmente porque el trabajo de la mayoría aún era necesario, hoy se trata de que todos participen para estar ocupados –no para producir, sino para permanecer disuadidos: es el caso de los servicios a la comunidad, los minijobs, la solicitación mediática en la industria del entretenimiento, las redes sociales…). 
Si en el modo de producción la dominación por el objeto no pudo ir hasta el límite puesto que ello representaba el estancamiento y caída del sistema de maximización del capital, la actual crisis muestra que el semiocapitalismo tampoco ha podido aplicar las tácticas de subjetivación con todas sus consecuencias: “double bind” congénito entre la necesidad de ir más allá, en generar una implicación subjetiva de las masas, la toma de decisiones a un nivel que vaya más allá de lo estrictamente relacionado con lo instrumental y lo económico, y el encierro de los dominados dentro de unos límites que los mantengan como tales; para evitar destruirse, el sistema ha tenido que encerrar a los dominados en un techo de hierro, hoy de cristal.
En ambas tácticas de dominación la fuerza de la socialidad como vínculo alternativo a lo simbólico es insuficiente para generar una comunidad que nunca puede surgir de una racionalidad instrumental que opera exclusivamente en aras de la acumulación de valor; si el capitalismo ha pervivido intentando desplegarla en todos los niveles de la vida, ha sido al precio de destruir todo tipo de “racionalidad” heterogénea: la “acción comunicativa” (Habermas) que es la raíz del “mundo de la vida”, jamás ha tenido una verdadera oportunidad de hacer aparición, de intervenir. Y esta última crisis tal vez ha destruido definitivamente cualquier posibilidad, si es que aún existía alguna. El desarrollo del capitalismo muestra que en última instancia es lo instrumental lo que le importa, independientemente de su “racionalidad” o “irracionalidad”: en efecto el principio de maximización del valor enseguida se impuso sobre cualquier consideración “ascética” del consumo que la limitaba, por lo que casi inmediatamente se incorporó la gestión de los “impulsos”, de lo irracional, a la mercadotecnia –pero es que ya la misma ética protestante surgió del desencantamiento del irracionalismo de lo religioso (Weber).  
En el momento en el que parece que el capitalismo debe transformarse radicalmente para seguir siendo el mismo el sistema continúa sin poseer los medios para implicarnos en la gestión de lo que ahora parece ser un enfermo en fase terminal.

La cuestión de una economía política de lo subjetivo y lo objetivo ha pasado a ser un mero subsistema del sistema global; en el filo, en el vértice en el que su inercia se despliega transformándolo ya no intervienen ni sujeto ni objeto. La solución ya está materializándose: a la vez que un nuevo nivel subsume el actual atasco económico y representativo, subordina sujeto y objeto al imperio de las redes y la señalética operacional metaproductiva y metarrepresentacional (1). Esto permite pensar la posibilidad de contemplar la economía política como una simple fase transitoria en la que el trabajo vivo y lo viviente es el instrumento temporal de lo realmente importante a largo plazo: la acumulación de lo objetivado, del trabajo muerto, de lo muerto en general sobre el trabajo vivo y lo viviente (la producción había sido la fase previa en el movimiento inexorable de multiplicación serial de las formas singulares de lo inorgánico mediante el recorte de su contexto inmediato de existencia para ser transformadas y reproducidas; hoy la simulación pone el énfasis en la reproducción: supone la transformación del dispositivo de la producción y su aplicación tanto a lo orgánico como lo inorgánico mediante nuevos procesos basados en la reducción-traducción a un código generador de modelos que permite su creación y multiplicación a voluntad como ejemplares modulados por una declinación infinita –no serial- de diferencias).
Lo que está dejando todo esto atrás es la nueva forma de “lazo social” (pero que ya no es tal) que el sistema instaura: la conexión, que elimina de su proceso el espacio, el tiempo y toda forma de representación y producción clásica. Entonces ¿el sistema sigue precisando de la producción de “relaciones sociales” o estamos en otra cosa? ¿Se tratará aún de "capitalismo"? 
La generación de capital basada en la invención y manipulación de materia-energía ha sido abandonada hace tiempo en el nivel estratégico en favor de los dispositivos de información y conocimiento. Su poder para forzar a la integración y sistematización eficiente de lo social, de la infraestructura y la superestructura es incomparablemente más grande que la basada en las relaciones de producción que hicieron posible la existencia del modo de producción, que se basaba fundamentalmente en la industria. La información y la codificación, el cifrado, se han convertido en la “infraestructura” actual (esto último no es más que una forma de hablar; como dice Baudrillard, al capital las distinciones entre “infra” o “superestructura” le importan un bledo, él arrastra todo en su propio movimiento); es la forma signo sistematizada en el código lo que sustituye en el corazón del sistema a la forma mercancía y la economía política. El código permite la manipulación total puesto que el dominio de la forma y sus reglas de combinación son las que generan los contenidos, la materia-energía que son sus efectos. Opera a través de modelos y normas, no leyes, que determinan de antemano todas las variables de aparición del objeto (y del sujeto). El código tiene la virtud de no aparecer, de no ser visible, puesto que sus efectos aparecen en lo inmediato como la “objetividad” o contenidos que sustancian las diferentes “representaciones”. Surge de una extensión de la ley del valor a los dominios “superestructurales” -en particular el lenguaje, un sistema autocorrector, metaestable y mucho menos impredecible que lo económico y sus contradicciones “reales”-: no hay “contradicciones” en el nivel del código, simplemente no aparecen como tales en tanto que están integradas; su control sincrónico e informacional es mucho menos imperfecto que la causalidad diacrónica, lineal y energética del nivel anterior. En el nuevo entramado que está desplegando sus nuevas propiedades, toda vez que somete a reticulación el antiguo mundo, somos simplemente terminales, neuronas, puntos operacionales emisores y receptores  de señales o en el mejor de los casos “mensajes”. En el análisis de esta nueva situación tal vez la hipótesis es que ni objeto ni sujeto sean pues categorías válidas aplicables a lo social, lo político, lo económico, ya que el paso al código subordina bajo su comando a todos ellos, que privados de su sustancia dejan de tener el peso específico de la fase anterior.
Ciertamente en la vida “social” esta crisis se está produciendo, con todas sus consecuencias. Puede que con la acentuación de la polarización social surgida del colapso del sistema las demandas de socialidad y consumo subjetivistas, el “consumid-participad-sois-los-protagonistas”, recorten su alcance de penetración en las distintas esferas de la vida en favor de la reaparición de formas objetivantes de represión para la mayoría (aunque no va a cesar la promoción del “protagonismo” del espectador en los media y las redes como aparato de disuasión; es curiosa, al respecto, la aparición de Facebook o Twitter justo antes del desencadenamiento de la crisis), toda vez que se sigan manteniendo a todos los niveles para las élites. Por tanto es probable que resurjan con más fuerza las “resistencias subjetivas”, el “¡indignaos!”. Pero con respecto a la radicalidad de los cambios que éstas puedan impulsar, también podría ocurrir que todo esté siendo vivido e interpretado a la luz del antiguo sistema que, superado por una nueva organización, pase a no ser más que mera ideología o falsa conciencia de una situación que ya no corresponde a los esquemas de la economía política. En su instauración lo Social colonizó y transformó el intercambio simbólico a través de la fase del modo de producción, mero periodo transitorio en el despliegue definitivo del código (la Ley Estructural del Valor enunciada por Baudrillard en El intercambio simbólico y la muerte); la producción y sus formas de socialidad han sido desplazadas de su otrora centralidad estratégica: o bien han sido transformadas por la simulación o bien permanecerán como residuos a eliminar, si acaso sostenidos por el sistema como simples dispositivos de adscripción de los individuos a un orden del trabajo ya muerto; éstos se mantendrán en funcionamiento mientras se considere que el coste de sus pérdidas queda compensado con los réditos obtenidos en términos de control social. Si el antiguo orden natural del mundo, el naturalismo como ontología fueron convertidos en ideología de lo Social, del nuevo orden de la economía política (la Ley Natural), ésta se convierte hoy en el nuevo discurso ideológico, palabra antigua insertada en la lengua del orden que la sucede y la subsume. En efecto, una opinión bastante extendida es que esta crisis –una crisis de producción y representación-, que evidentemente tiene que ver mucho con los capitales flotantes, la deuda y el hundimiento de lo “especulativo” nos llevará de nuevo a contenidos “reales” productivo-representacionales: sin embargo podemos argumentar que las “burbujas especulativas” son ya efecto de la operación del código, aunque todavía “malinterpretada” involuntariamente por los agentes que sin saberlo se encargan de su despliegue: el “desinflado” de las mismas no supone vuelta alguna a lo que “realmente importa”, a la economía como Dios manda. La virtualización de la economía no es una burbuja o un conjunto de las mismas; este discurso da la impresión de que hablamos de “islas” –por grandes que sean- de virtualidad que tarde o temprano estallarán desapareciendo. De lo que más bien se trata es de una transformación mucho más profunda: no deberíamos pues hablar de la aparición y desinflado de burbujas, sino del surgimiento de una inmensa “nube”: la infoesfera que está desplegándose como un nuevo sistema; y los terremotos a los que asistimos son las convulsiones del parto, de la adaptación de todo al nuevo comando. El problema de las “burbujas” ha sido doble: por un lado los instrumentos del código, el cifrado y las redes han seguido utilizándose mirando por el retrovisor de la economía política; el nuevo marco ha sido manipulado torticeramente por los gestores económicos, que no han visto más que un escenario en el que hacer “trampas” en lo "real" -subprimes, preferentes- mediante la manipulación de lo "virtual". Por otro las nuevas posibilidades ofrecidas por los instrumentos de abstracción, automatización y cálculo informatizado de los intercambios entran aún en muchas ocasiones en conflicto con la “economía real”. Pero no por mucho tiempo: ¿alguien duda por ejemplo que los mercados de futuros, derivados, etc., en sí mismos una “burbuja” de dimensiones colosales, vayan a seguir existiendo? Lo que verdaderamente está ocurriendo es la limpieza de las viejas actitudes y métodos en favor de la infoeconomía y la succión de la sustancia “real” de lo económico “tradicional” que aún permanece aquí y allí. Unos -los políticos y economistas- creen estar tratando de salvar la economía; otros -los que quieren construir alternativas- creen enfrentarse todavía a un modo de producción. En realidad lo que todos hacen es, simplemente, gestionar la implosión de un sistema moribundo: es como si aquí y allá aparecieran grietas, agujeros como los del desagüe del baño que absorben todo en su movimiento centrípeto: los famosos “agujeros negros estelares” tan caros a Baudrillard; éstos actúan como embudos por los que lo real político, lo real económico –en sustancia ya simulación- entran en una nueva espiral de amplificación de los efectos de la ley estructural del valor por la que ya han pasado los media, la cultura, las relaciones, la tecnociencia, los signos, el lenguaje, el sexo: diferencia, conexión, disuasión, cifrado o codificación numérico-genética de todo, teleonomía, cibernética, etc. Y una vez más insistimos con el pensador de Reims que el vocabulario que se utiliza es caduco; lo económico y lo político actúan hoy como la religión que, aunque desplazada, impregnaba los nuevos campos estratégicos de lo económico y político en el s. XIX. Actualmente la sintaxis que maneja todo es la del código, y tal vez las “burbujas” de las que tanto se habla son más bien las de la economía, la política, la producción, la representación que aún permanecen. La trampa de la economía política ha consistido en situarse como árbol que impide contemplar el bosque. Ha sabido ocultar su identidad de campo parcial y se ha hipostasiado como la matriz de todas las prácticas y significaciones. Mientras tanto el código, al igual disuelve mediante la simulación la oposición entre lo vivo y lo no vivo, provoca también en lo Social la licuefacción de la oposición hombre-mujer, derecha-izquierda en la política o sujeto-objeto en el saber y las formas de dominación y resistencia; todas ellas pasan a ser manejadas como términos integrados por la nueva organización del sistema. Y a la luz de todo esto, para los que desde posiciones críticas pretenden instaurar un orden radicalmente nuevo, ¿qué significa entonces “indignarse”? ¿Qué significa entonces “democracia real”?
No hay que engañarse: al sistema no le va a costar mucho cambiar lo necesario mientras queden a salvo la maximización del valor -pero podríamos lanzar la hipótesis de que en última instancia podría prescindir de ella- y la exclusión de lo simbólico -aspecto al que no puede renunciar bajo ningún concepto en tanto que modo de dominación que puede adoptar una multiplicidad de formas distintas, entre ellas la de "modo de producción"-. El código integra las crisis y las resistencias como fenómenos propios de una dinámica de generación de valor que oscila entre la penuria y la abundancia, lo que permite introducir la previsión y el establecimiento de medidas de atenuación y corrección de los efectos no deseados; todo esto supone la domesticación las anteriores crisis “salvajes” y sus consecuencias: puesto que pasamos a la inclusión de todo mediante su  sistematización diferencial, las resistencias subjetivas y objetivas también habrían sido integradas en su estructura, por lo que habrían perdido su potencial de disrupción "real". Ambas pasarían a ser controladas como variables dispuestas en polaridades, formando una estructura en la que la alternancia de un término u otro no cambiaría nada. Y si las “ciencias humanas” han sido las armas que el sistema ha utilizado para neutralizar el potencial subversivo de las resistencias subjetivas, actualmente los análisis de los modelos de la autoorganización, la emergencia, el caos, lo aleatorio, la incertidumbre, la neurociencia, la genética o lo cuántico supondrían la intención de integrar la objetividad refractaria, con todo lo que implica de domesticación y neutralización de su singularidad y fuerza de ruptura.
En definitiva nos hallamos ante una situación que supera en un solo movimiento ambas tácticas de resistencia en el nivel estratégico del sistema. Desde siempre ambas han actuado desde dentro, y nunca han supuesto su más allá. No hay nada malo en ello: las dos tácticas han jugado sus bazas barriendo hasta los límites todo el campo definido por la clausura del sistema buscando nuevas fuentes de energía explosiva e implosiva, y han impulsado importantes cambios en su interior, actuando siempre en sus mismos términos. Pero podría ser que ese universo del discurso estuviera hoy agotado.
Es en este escenario donde el intercambio simbólico aparecería, como Baudrillard dejó escrito, como “tipo lógico” más elevado, como resolución del código, como la ambivalencia o dualidad que somete toda singularidad a la regla de la corresponsabilidad del grupo sin alienar su soberanía, y que hasta ahora ha tenido su mejor expresión social en los mundos de los Salvajes. En la dualidad que despliega, en el agon de su habla plena heterogénea a la racionalización tecnoescritural, en la presencia del gesto y el habla y su diálogo con los existentes que pueblan el mundo, tanto humanos como no humanos, en su irreductible exigencia simbólica de que nada pueda instanciarse por encima de la jurisdicción del grupo, no se arredra en reconocer a los detentadores del poder su autoproclamación como casta que impone a todos los niveles la gran división entre una especie soberana y una especie indigna, una inmensa masa de bestias (aunque ésta constituya una “multiplicidad”) que debe ser sojuzgada y excluida: “Yo sostengo la hipótesis de que no ha habido jamás verdadera lucha de clases más que sobre la base de esta discriminación: la lucha de los infrahombres contra su estatuto de bestias, contra la abyección de ese corte de casta” (El intercambio simbólico y la muerte, pág. 39). Sólo queda lo simbólico: en su desafío mortal a la casta dueña de todos los nombres y definiciones, del sentido, de la vida y la muerte, en su rechazo al sujeto, al objeto, en el blackout que plantea a la conexionalidad del código podemos escuchar el rumor del caudal de una forma de vida aún no agostada, nivel fundamental que, aunque excluido, barrado, reprimido, reducido, transaparece a pesar de todo en el corazón de nuestros sistemas hipermodernos.
 
 
 
NOTAS:
(*) Todo lo que se tratará en las siguientes líneas se basa en las ideas de Baudrillard expresadas a lo largo de su obra, en particular en los análisis de El espejo de la producción, El intercambio simbólico y la muerte, Simulacres et simulations, A la sombra de las mayorías silenciosas y El fin de lo social.
El artículo que se muestra contiene varias de las características de la organización por el código: desaparición de la oposición sujeto-objeto: por un lado las máquinas inteligentes dialogarán entre ellas como sujetos (“Internet de las cosas”); por otro los sujetos son reconfigurados como objetos en tanto que terminales conectadas a las redes a tiempo completo; anticipación del accidente funcional y del crimen mediante el control por conexión; robotización de todas las tareas. Todo debe ser conectivo y debe estar conectado en tiempo real: como bien se dice en el texto “la clave está en unir la infraestructura física a la tecnológica para obtener información en tiempo real y actuar sobre ella, anticiparse”. La dominación y la maximización del valor prosiguen su camino mediante el control informacional y la operacionalidad de la cifra pura, el signo puro “liberado” del valor de uso y del sentido. En definitiva la vida y la ciudad abandonan la oposición entre espacio y tiempo para pasar a un nuevo nivel en el que pasan a poseer la inmaterialidad de la información pura, ubicua, utópica, ucrónica. Y la futura expansión del modelo implicará la redefinición de buena parte del globo en tanto que continuum simulacional. Mapa y territorio, como en el relato de Borges, implosionarán en la transparencia e instantaneidad de las redes.
 
 
 
 
 

jueves, 13 de diciembre de 2012

FELIZ NAVIDAD

Queridos y anónimos lectores que ocasionalmente acceden a estas páginas: en primer lugar quisiera agradecerles su buena voluntad y condescendencia. Aunque las visitas no son muchas, me maravillo cuando veo que proceden de todas partes del mundo. Echo de menos algún comentario, pero entiendo que a ustedes les importe un bledo. Aprovecho para felicitarles las fiestas navideñas y desearles una buena entrada en el nuevo año; que el Destino nos tenga preparadas buenas nuevas…
 
Gracias de nuevo a todos (durante estos días de paz y felicidad no olviden abusar un poco de alguna sustancia embriagante, estupefaciente o alucinógena. Es bueno de vez en cuando. A veces. O siempre).




Este post es un pequeño homenaje a Jean Baudrillard. De hecho, como ustedes saben, todo el blog lo es. Hoy el texto lo pondrá directamente él. Transcribo aquí unas líneas de El intercambio simbólico y la muerte, en las que de una forma tan bellísima como demoledora destruye la empresa que occidente emprendió desde que inventó un nuevo mundo y lo invistió mediante la disociación de la vida y la muerte, el Hombre y la Naturaleza, el Sujeto y el objeto, lo salvaje y lo civilizado, la teoría y la práctica… un mundo al que proclamó como el verdadero, el real, el único posible. Aunque Baudrillard utiliza los ejemplos concretos de la lingüística, el marxismo y el psicoanálisis (estos últimos, con todas sus variantes estructuralistas, esquizo, etc. poseían una enorme influencia cuando escribió estas líneas) todo lo que dice de ellos vale en todo momento para el resto de ciencias, saberes, poderes, el conjunto de la praxis y las prácticas: sus palabras nos recuerdan que lo simbólico siempre acecha en el frío corazón de nuestros sistemas; su habla plena siempre resuena en nosotros mismos y nuestras vidas.
 
Jean Baudrillard, El intercambio simbólico y la muerte (págs. 250-252 de la horrible edición en español de Monte Ávila):
 
O. Mannoni lo dice muy bien en “La elipse y la barra” en Clefs pour l'imaginaire, p. 35: “La lingüística nace de la barra que instaura entre significante y significado, y parece que corre el peligro de morir de su reunión, la cual nos remite precisamente a las conversaciones corrientes de la vida. Es esa barra saussuriana la que ha permitido renovar por completo la teoría lingüística. Igualmente, mediante el concepto de una infraestructura material opuesta a la “superestructura”, el marxismo ha fundado algo así como un análisis “objetivo” y revolucionario de la sociedad. El corte funda la ciencia. Es asimismo de la distinción entre teoría y práctica que nace una “ciencia”, una racionalidad de la práctica: la organización. Toda ciencia, toda racionalidad, dura lo que dura ese corte. La dialéctica no hace sino adaptarlo formalmente, no lo elimina jamás. Dialectizar la infra y la superestructura, la teoría y la práctica, o bien el significante y el significado, la lengua y el habla: vano esfuerzo de totalización. La ciencia vive de ese corte, y muere con él. Es por esto que la práctica corriente no científica, tanto lingüística como social, es en cierto modo revolucionaria, porque no hace esta clase de distinciones. Al igual que nunca ha hecho la distinción del alma y el cuerpo, mientras que toda la filosofía y la religión dominantes no vivían sino de esa distinción, tampoco ahora la práctica social, inmediata, “salvaje”, la nuestra, la de todos, hace distinción de la teoría y la práctica, de la infra y de la superestructura; es de por sí, impremeditadamente, transversal, más allá de la racionalidad, burguesa o marxista. La teoría, la “buena” teoría marxista, no analiza nunca esta práctica social real, analiza el objeto que ella se atribuye por disociación de esta práctica en una infra y una superestructura, o bien analiza el campo social que se atribuye a través de la disociación entre teoría y práctica. Nunca se integrará a esta “práctica”, porque aquella no existe sino de haberla viviseccionado. Afortunadamente esta práctica sí comienza a integrarse en ella y a sobrepasarla. Pero entonces, se acabó el materialismo dialéctico e histórico. De igual modo, la práctica lingüística inmediata, cotidiana, la de la palabra y del “sujeto hablante”, no tiene en cuenta la distinción entre el signo y el mundo (ni la del significante y el significado, ni lo arbitrario del signo, etc.). Benveniste lo dice y lo reconoce, pero a título informativo, puesto que es el estadio que la ciencia precisamente supera y deja atrás: sólo le interesa el sujeto lingüístico, el sujeto de la lengua, que es al mismo tiempo el sujeto del saber: él, Benveniste. En alguna parte, sin embargo, es el otro quien tiene razón, el que habla más acá de la distinción del signo y del mundo, en plena “superstición”; es cierto que en lo esencial, sabe más, y con él cada uno de nosotros, y el propio Benveniste sabe más de ello que el lingüista Benveniste. Porque la metodología de la separación del significante y del significado no vale más que la metodología de la separación del alma y el cuerpo. Es el mismo imaginario aquí y allá. En un caso, el psicoanálisis (1) lo ha mostrado, en el otro, lo poético también lo muestra. Pero en el fondo no ha habido nunca necesidad del psicoanálisis ni de lo poético: nadie lo creyó nunca, fuera de los propios sabios y los lingüistas, como nadie creyó jamás en la determinación en última instancia por lo económico, fuera de los cientifistas de la economía y sus críticos marxistas.
 
Virtualmente, pero literalmente hablando, no ha habido nunca sujeto lingüístico, no es ni siquiera cierto de nosotros los que hablamos cuando no hacemos otra cosa que reflejar pura y simplemente ese código de la lingüística. Igualmente, no ha habido jamás sujeto económico, homo economicus: esa ficción no ha sido nunca inscrita en ninguna parte, sino en un código. Igualmente no ha habido nunca sujeto de la conciencia, y por lo mismo, tampoco sujeto del inconsciente. En la práctica más simple, siempre ha habido algo que atraviesa esos modelos de simulación, que son todos modelos racionales; ha habido siempre una radicalidad ausente de todos esos códigos, de todas esas racionalizaciones “objetivas” que en el fondo nunca han dado lugar más que a un solo gran sujeto: el sujeto del saber, cuya forma esta destrozada desde hoy, desde ahora, por el habla indivisa (2). En el fondo, cualquiera sabe siempre más de eso que Descartes, que Saussure, que Marx, que Freud”.


 
(1) Pero atención: todo esto vale para el propio psicoanálisis. Él también vive del corte entre procesos primarios y secundarios, y morirá del fin de esa separación. Es cierto que el psicoanálisis es “científico” y “revolucionario” cuando explora todo el campo de las conductas a partir de ese corte (del inconsciente). Pero quizá un día se percibirá que la práctica real, total, inmediata, no obedece a ese postulado, a ese modelo de simulación analítica; que la práctica simbólica está de entrada más allá de la distinción procesos primarios/secundarios. Ese día, el inconsciente y el sujeto del inconsciente, el psicoanálisis y el sujeto del saber (psicoanalítico) habrán vivido en provecho del campo simbólico (el campo analítico habrá desaparecido en cuanto tal, en la separación que él establece a su vez). Podemos ver por muchos signos que esto ya tiene lugar.
 



(2) Esta palabra no tiene nada que ver con la acepción lingüística del término “habla”, tomada dentro de la oposición lengua/habla, en la que está sometida a la lengua. El habla indivisa (simbólica) niega la distinción lengua/habla; como la práctica social indivisa niega la distinción teoría/práctica. Sólo la palabra “lingüística” no dice lo que dice, pero tal palabra no ha existido nunca, sino en el diálogo de los muertos. El habla concreta, actual, dice lo que dice, y todo lo demás al mismo tiempo. No observa la ley de discreción del signo, de separación de las instancias, sino que habla a todos los niveles al tiempo, mejor aún: deshace el nivel de la lengua y, por tanto, de la lingüística misma. Esta en cambio, trata de imponer una palabra que sólo sea la ejecución de la lengua, es decir, el discurso del poder.


martes, 20 de noviembre de 2012

AURA O EL ECO DE LOS MUNDOS SALVAJES (III): SOBRE EL PODER


1930 Africa Shilluk Warriors Village Hugo A. Bernatzik


"…su irreprimible creencia en que poder y victimización serían reversibles."          
Simon Simonse: Kings of Disaster.


El habla plena es la ontología desplegada por el habla, el gesto y el movimiento humanos en tanto que formas fundamentales de revelación de un mundo inmaterial, no productivo y no representativo, organizado según reglas como la dualidad, la reversibilidad, la fecundidad o el ciclo, y cuyo operador es el ritual (1). Es un fenómeno social y al mismo tiempo la forma de articular socialmente un mundo. Ella, en la que en propiedad la voz, el gesto o el pensamiento como datos separados no existen y sólo aparecen como subproductos históricos resultantes de su destrucción, ha sido la forma dominante en la creación, organización y modo de vida de las configuraciones sociales pasadas y todavía lo es en muchas de las actuales; sus diferentes universos han sido creados y habitados merced a los poderes desplegados por la inconsútil mixtura del gesto y la voz, por la praxis basada en la obligación dual que instaura el intercambio simbólico, cuyas redes enhebran el mundo y constituyen su clausura: el despliegue del tacto, la invocación, el movimiento, la dualidad ineluctable que por definición se entabla en el trato con los existentes -en definitiva la sensibilidad de un “cuerpo” y un“habla” que jamás son medios ni están escindidos- revelan la totalidad de los conocimientos, prácticas, saberes y experiencias necesarias para habitar el mundo. Se trata siempre de cuerpos, hablas, gestos y una sensibilidad socialmente generados, auralmente implicados, inmaterialmente inmersos, ni objetiva ni subjetivamente mediados en el trato del grupo consigo mismo y con el resto de existentes que forman el cosmos.El mundo engendra el habla plena y a su vez, todo lo humano, sea "material" o "ideal", nace de ella.


Tanto parte como generadora, el habla plena despliega las propiedades de una ontología y una fisicalidad tales que permiten la permeabilidad física y ontológica de los existentes, un orden en el que reverberan o transitan unos en otros como lo haría la transparencia resonante de los seres en el mito. Destruida en provecho de la instauración de los diferentes códigos de la “oralidad”, la “mente”, la “percepción”, el “cuerpo” y tantos otros, para nosotros sólo ocupa un ámbito restringido de la praxis humana reservado a redes de interacción de poco alcance y calado sociológico. En efecto, desde el punto de vista occidental el habla (entendida únicamente como “oralidad”, como dispositivo de la función-comunicación) y elementos comúnmente asociados tales como el “sensorium” (concebido como dispositivo biológico de los sentidos) o el gesto (visto como mero acto biomecánico) son incapaces de crear la totalidad de un mundo, de una ontología y fisicalidad particulares (2). Nos es tremendamente difícil pensar la fuerza que poseen cuando en forma de habla plena constituyen la dominante de los mundos salvajes, ya que en nuestra cultura han sido históricamente reducidos, naturalizados, psicologizados, encerrados en la mónada individual, en la clausura ontofenomenológica del sujeto materializado, aislado e idéntico a sí mismo, toda vez que los centros de creación y control de mundo han sido desplazados a otras instancias diferidas, racionalizadas, objetivadas: en definitiva son desterrados a la periferia, concebidos como fenómenos no sociales pertenecientes al campo de la “naturaleza humana” y por tanto confinados en el territorio de lo“psicobiológico”, lo “psicosocial”; cuando consiguen un mejor estatuto, forman parte de alguna “teoría de la comunicación”; edulcorados, malviven encerrados en el mundo del arte y lo "estético". Sus efectos no podrían ser nunca creadores de mundos.

Sabemos que no ocurre así en aquellos regidos por el intercambio simbólico. En ellos aún reverbera el aura que Benjamin añoraba en la obra de arte: ésta resuena hasta en el más pequeño fragmento del salvaje universo.



Desde el punto de vista aural, el poder aparece cuando un individuo o grupo pasa a disponer de la vida del vencido en el tiempo para consagrarlo a un servicio, tributo, trabajo esclavo o asalariado: aparición de la estructura dominante-dominado y debilitamiento estratégico o en última instancia destrucción del ciclo consuntivo, sacrificial, de inmanencia y evanescencia aurales que exigen que a todo aquel que ha sido vencido se le dé muerte: “todo esto se aclara en la genealogía del esclavo. Primeramente, al prisionero de guerra se le da pura y simplemente muerte (es un honor que se le hace). Después, es ‘dejado a salvo’ y conservado (= servus) a título de botín y de trofeo: se convierte en esclavo y pasa a la domesticidad suntuaria. Es mucho después solamente cuando pasa al trabajo servil. Sin embargo, todavía no es un ‘trabajador’, porque el trabajo no aparece sino en la fase del siervo o esclavo emancipado, al fin liberado de la hipoteca de ser muerto, ¿y liberado por qué?, precisamente por el trabajo” (Baudrillard, 1993: 52-53). La nueva situación invierte las cosas; al vencido se le da la vida, y en ese mismo momento su muerte le es arrebatada; ya no le pertenece, ya no dispone de ella, al igual que a partir de entonces ya no puede perderse, intercambiarse en la ambivalencia del habla plena (de la misma forma, el animal que no es inmediatamente cazado y comido y pasa a ser conservado es domesticado. Es el inicio de la lenta objetivación de lo viviente). El movimiento cíclico de la reversibilidad, de la dualidad aural expresada como don y contradon, como paridad soberana que en última instancia enfrenta a muerte a los existentes es interrumpido en provecho de una única dirección, la del don unilateral de una vida que pasa a ser una muerte diferida en el trabajo. La finalidad de todo esto es la acumulación, el amontonamiento: desde su definición aural, simbólica, la esencia del poder es a imagen y semejanza de todo lo que es excluido del movimiento centrípeto e inclusivo de los intercambios (de ahí su relación histórica con la hechicería y magia negra); es lo que se acumula a muerte en tanto que residual, irreversible, unilateral, objetivado, opaco, material, lineal, identitario, autológico. Una vez consolidado puede organizar, distribuirse, vectorizarse en espacios, tiempos, prácticas; mediante el uso de lo que llamamos “fuerza” -esa propiedad reificada, oscura alquimia instanciada a partir de la escisión del grupo, que se posee y se ejerce desde nuevas instituciones- puede organizar, distribuirse, vectorizarse en espacios, tiempos, prácticas, todo ello encaminado a la persecución de su único objetivo, su razón de ser, la tarea de acumular al infinito: vida inmortal del soberano, riquezas, hombres, armas, rebaños, tierras. En este sentido el poder es siempre, ontológicamente, materialista: Michel Foucault escribió que el poder produce realidad, ámbitos de objetos. Hay que tomar esta afirmación al pie de la letra. Lo real es una ontología, y la objetividad y la objetivación del mundo avanzan de la mano del poder y la creatividad de sus relaciones de fuerza.


En un mundo de habla plena, vida y muerte son inextricables; ésta es vivida a cada instante en la guerra, los rituales, iniciaciones, funerales, fiestas, en los trabajos y los días, en definitiva en el devenir de la existencia propia, del grupo y del universo (son los muertos, los ancestros humanos o animales de un origen siempre vivo y presente en la actualización de los rituales quienes han dado al grupo las reglas necesarias para convivir); la vida es a su vez compañera inseparable de una muerte a la que abraza en plena ambivalencia para entrelazarse con ella en el ciclo cósmico de las apariciones y desapariciones. En eso consiste la soberanía. El poder destruye todo esto, acaba con la dualidad aural y los ciclos de los intercambios que garantizaban la jurisdicción del grupo sobre sí mismo; roba a los existentes su muerte para condenarlos a una vida desprovista de su contrapartida simbólica (3). Sobre esta nueva asimetría se asentará todo un nuevo sistema de intercambios: tributos, servidumbre, esclavitud –en nuestro mundo: trabajo asalariado y todo el sistema de prestaciones sociales que instaura un intercambio ficticio entre iguales, por supuesto ya no entre pares-. Estas simulaciones de restitución de la ambivalencia, de la simetría aural jamás pueden ser el contradon, la respuesta soberana al don inicial realizado por quien se halla en la posición de poder salvo que los dominados pongan en juego su vida soberanamente:  “rechazo a no ser muerto, a vivir en el plazo mortal del poder, rechazo a deber la vida  y a no ser librado jamás de esta vida, y a estar en la obligación de saldar ese crédito a largo plazo en la muerte lenta del trabajo, sin que esta muerte lenta cambie nada la dimensión abyecta, la fatalidad del poder … Es en el suspenso entre una vida y su propio fin, es decir, en la producción de una temporalidad literalmente fantástica y artificial (puesto que toda vida está ya, a cada instante, con su propia muerte, es decir, su finalidad realizada en el instante mismo), es en ese espacio descuartizado donde se instalan todas las instancias de represión y de control”. Hay que devolver inmediatamente esa vida envenenada que el poder entrega: sólo eso permite la reintroducción de la evanescencia aural en la estructura de dominación y la recuperación de la soberanía, proceso cuyo primer paso es aceptar la posibilidad de que la propia vida soberana pueda ser perdida para ser reencontrada.


En los mundos aurales el poder se halla disuelto en la sociedad. No está instanciado. En la auralidad “pura” el grupo tiene la jurisdicción de sí mismo. Como Clastres (1974: 134) nos indica, en las sociedades amerindias de las tierras bajas la jefatura no tiene autoridad, no tiene fuerza coercitiva; su “poder” es poder de palabra, precisamente impoder aural. Pero “poder” es aquí un término vacío, prótesis añadida y mistificadora (como “economía”, “religión”, “arte”, etc.): el “jefe” simplemente reproduce la transparencia entre el universo mítico-ritual y el grupo, habla plena inmanente e invariante del ser social, no alienada, no separada. Obligación del jefe de respetar y hacer respetar un discurso colectivo e inclusivo que le preexiste y que no es propiedad de nadie. Hasta ahí llegan sus prerrogativas, so pena de ser abandonado a su suerte o ejecutado. A diferencia de la esencia asocial del poder, el lazo social se comporta de la misma forma que el movimiento general del sistema: lo que le pretende escapar es integrado mediante el despliegue de una socialidad centrípeta que actúa por inclusión en las redes de intercambio simbólico, independientemente de su procedencia o intención. De este modo cuando el poder o su semilla han desafiado al grupo desde dentro se les ha respondido mediante el ejercicio de la palabra aural y colectiva, manteniendo la paridad simbólica, desplegándola abiertamente, en todo momento y en todos los aspectos; de cara al exterior, la guerra permanente (cf. Clastres, 1987) mantiene a su vez la dualidad aural entre los grupos, conjurando la dinámica explosiva que supondría la fusión, voluntaria o por la fuerza en comunidades mayores y la consiguiente instanciación del poder. Esta panoplia aural de resistencias se expresa por doquier en los mitos, los rituales, la dualidad, el don y el contradon, el vínculo aural inmanente con los ancestros y el cosmos, lo que se ha llamado lo “sagrado”, en la actualización de la esencia implosiva, sacrificial, evanescente, anagramática propia del mundo aural en el mismo corazón de la amenaza: de ahí ese impoder aural, suntuario, efímero, volátil, consuntivo, ya sea disuelto en el grupo o bien, en los casos en que su podredumbre avanza, consumido en una dualidad agonística a muerte contra una colectividad que le opone resistencia porque se sabe amenazada con la escisión, la servidumbre, la mutación ontológica hacia lo real. En una palabra: se trata siempre de la actualización a toda costa de la permeabilidad del intercambio pleno que es la ambivalencia aural, fuente de la soberanía, de la que la evanescencia, la disolución, la figura de la muerte son elementos fundamentales; se trata de preservar la intimidad con una muerte viva que evite la vida muerta del nuevo orden que el poder puede llegar a instituir. Es aquí el grupo y no el “jefe” quien juega con la ambivalencia soberana de la vida y la muerte; es él el poseedor del dominio sobre sí mismo y de la potestad de acabar con su portavoz. El grupo contiene la pérdida de su soberanía, de su paridad haciendo al jefe receptor de un don al que jamás podrá responder con otro de igual o superior calado: mujeres, palabra y el prestigio que de ello se deriva le convierten deliberadamente en una excepción, pero jamás deja de participar en el ciclo de intercambios; ello le obliga a ejercer tal prodigalidad que se convierte en una forma de servidumbre: “en tanto que deudor de riquezas y de mensajes, el jefe no traduce otra cosa que su dependencia en relación al grupo, y la obligación en la que se encuentra de manifestar a cada instante la inocencia de su función … el jefe, propietario de valores esenciales del grupo, es por esto mismo responsable ante él, y, por mediación de las mujeres es de alguna forma el prisionero del grupo” (Clastres, 1974: 41-42, nuestra traducción).


Cuando las redes simbólicas del habla plena empiezan a ser debilitadas por el veneno del poder, éste es contestado de otro modo: reconociéndolo como alteridad simbólica separada y al mismo tiempo como vórtice de rituales. Ello procurará al grupo el mantenimiento de la dualidad de un intercambio aural y a la vez seguir ejerciendo una estrategia de control. Probablemente en una fase concreta del movimiento de sociedades segmentarias en transformación, el principio de organización sociocósmico emanado del habla plena se ha visto amenazado de tal forma que por primera vez han sido abocadas a la instauración de un operador simbólico en cuya carne se restaure el tambaleante principio colectivo de inclusión dual y soberana: se trata de la figura del hombre-rey que permitirá, por el momento, disipar las tensiones que amenazan con la división social. Este “rey” es, cosa que el grupo jamás olvida, el disruptor de la paridad aural movido por la ambición y el deseo de acumulación, es quien se ha enfrentado a la regla simbólica que obliga a la incesante dispersión de los dones y contradones en el seno del grupo, que ha pretendido subvertir la transformación de toda parte maldita en riqueza simbólica, aural: entre los Moundang del Chad (Adler, 2007: 171-173) el autor de un crimen, incluido el asesinato, puede escapar a la justicia del grupo refugiándose en las tierras o propiedades de la realeza; a partir de entonces pasa a pertenecer al clan de los hombres del rey. Lo mismo ocurre con los prisioneros de guerra. Su crimen, su exterioridad, quedan impunes. El rey los acumula y los utiliza  para sus propósitos. Su poder se alimenta del resto: de lo que sustrae o escapa al orden social. Para los Lulubo de Sudán oriental el vientre es la parte del cuerpo que posee mayor carga simbólica en los sacrificios y la esfera del poder (cf. Simonse, 1992). En general a los animales sacrificados se les abre el vientre, de igual forma que si una enfermedad provoca su inflamación hasta provocar la muerte, el cadáver no es enterrado hasta que su abdomen ha sido abierto. Todo esto tiene especial significación en lo referente al rey: es sabido que cuando éste ejerce su poder de provocar sequías se delata porque algunas partes de su cuerpo se hinchan, en particular el vientre. Entre sus vecinos Bari, cuando fallece un rey o reina cuya vida ha sido pródiga en lluvias y bienes, por lo tanto en intercambios con el grupo, su cadáver -una vez ha sido objeto de los ritos que conjuran la irradiación del mal o posible venganza- es expuesto en una plataforma utilizada normalmente para secar el sorgo hasta que su abdomen se abre y los fluidos empiezan a derramarse sobre un esclavo situado bajo la misma, cuya tarea es advertir a la comunidad llegado ese momento: “al estallar el cuerpo se creía que la paz, la lluvia y el alimento se esparcirían por la tierra como ‘el aire de un balón pinchado’, tal como explicó un informante” (ibid.: 384, traducción nuestra). El acontecimiento se celebra con el kore, una danza asociada con el periodo de abundancia que sucede a la cosecha. Una vez sus huesos blanqueen, posteriores ritos los afirmarán como reliquias y el antiguo rey pasará a ser un aliado del grupo, un nuevo participante en el intercambio simbólico a quien se dirigirán ruegos y sacrificios. Por el contrario, en el caso de los reyes ejecutados, de los malos reyes, su vientre es abierto para apaciguar, mediante acciones y sustancias neutralizadoras, el mal que anida en sus entrañas; posteriormente su cadáver es  abandonado en la maleza. Una vez más, el poder aparece como la ruptura del dar y recibir, del disolverse en la evanescencia aural para erigirse en instancia de acumulación e irreversibilidad. Todo lo que en el cuerpo del rey es retenido en detrimento del grupo debe ser ineluctablemente revertido.  El abdomen debe ser abierto para que lo benéfico se reintegre al juego de los intercambios. Cuando el vientre del rey Bari revienta es cuando se considera que ha muerto verdaderamente, es decir, cuando todo lo que retenía acumulado unilateralmente es disuelto de nuevo en la auralidad del grupo. En estos contextos la estrategia del grupo es airear abiertamente su juego con el poder y de hacerlo a muerte, en la revuelta o en el regicidio dictado por las señales del cosmos. En última instancia, en el plano de la paridad simbólica, agonística, todo se reduce a esta fórmula: “Tú pretendes condenarnos a la servidumbre mediante el don de una vida sin esperanza, sometida; nosotros te honramos con el contradon de tu muerte celebrada desde nuestra soberanía”. Es el momento de las “realezas sagradas”, de la ejecución ritual del hombre-rey cuando sus fuerzas decaen, del enfrentamiento a muerte con aquel que aspira a sustituirle bajo la mirada ritual y festiva del grupo; expresiones todas ellas de la lucha, de la incesante venganza mortal que éste siempre reclama como respuesta al crimen que lo ha escindido. Cuando los congregados llaman “montón de estiércol” al que va a ser proclamado su rey, cuando su instauración pasa por cometer canibalismo, incesto, crímenes innombrables ritualizados que suponen la ruptura total de la permeabilidad aural, cuando es objeto de las prohibiciones y constricciones más obsesivas, cuando finalmente es estrangulado, degollado, enterrado o quemado vivo en plena y fasta exaltación colectiva es porque la soberanía del grupo aún no ha sido eliminada del todo; el habla plena aún puede ser desplegada en el desafío simbólico, en la dualidad jugada abiertamente, enfrentada a plena luz en un drama regulado por el mismo vaivén de la reversibilidad simbólica, ritualizada o simplemente actualizada a lo largo de las peripecias del juego social.


Hay un largo trayecto que va de este poder aural, inmaterial, al poder del soberano de los primeros estados, el poder disciplinario y el poder de disuasión contemporáneo (4). Pero la forma  simbólica del poder sigue siendo la misma: la vida no es palabra de habla plena si está escindida de la muerte, de la exposición, de la soberanía. Enfrentados a la forma del poder y su progresiva invasión de las diferentes formas de realización del mundo, los salvajes siempre han vendido cara su piel. La historia atestigua que el poder ha tomado definitivamente la senda de la autoexclusión y la ruptura, la división y la dominación, la objetivación. En Occidente ello ha implicado un largo proceso. Mientras tanto, en lo aural el poder aún debe jugar el juego que despliega el habla plena, como todas las cosas.
 
 
 
 
NOTAS:

Los guerreros fotografiados pertenecen al pueblo Shilluk, una sociedad organizada como "reino" que inmolaba a sus reyes cuando su vida entraba en declive.


(1) La obra de Baudrillard hace irrumpir en nuestro orden del discurso y de lo real la infección de lo que llama lo simbólico (la lógica de la dualidad, la ambivalencia) que desbarata y permite denunciar los efectos de un sistema que, a diferencia de sus formas pasadas, parece integrarlo todo reduciendo al mínimo todo conflicto. El poder pasa aparentemente de un conjunto de dispositivos (disciplinas, normalización, castigo) a otro basado en la permisividad, la solicitud, la liberación, la vida como referéndum constante, como elección a plena disposición del sujeto; características propias, según Baudrillard, de un nuevo orden de disuasión (al respecto, su análisis comparte gran cantidad de aspectos del Post-scriptum deleuziano, sólo que las ideas de Baudrillard sobre la cuestión anticipan en más o menos quince años al texto sobre las sociedades de control: a pesar de que la cuestión la tratará a lo largo de diversas obras publicadas en la década de los ’70, véanse las páginas 67-99 de El intercambio simbólico y la muerte). A primera vista lo anterior parecería una mutación profunda en la genealogía del poder. Pero éste prosigue su despliegue sin problemas, sin que haya alterado para nada sus propiedades formales, su código de división, abstracción, linealidad, irreversibilidad, disposición estructural, sistematización funcional, etc. (por cierto propiedades igualmente adoptadas -de forma acrítica e impensada- por los discursos revolucionarios o que promueven una alternativa a partir de la acción y la denuncia). Es ahí donde lo simbólico se muestra como forma heterogénea, alteridad radical a nuestros sistemas, cuyo mejor ejemplo “social” ha sido el de los Salvajes: el intercambio simbólico constituye una forma más fundamental que la socialidad, una singularidad siempre presente. Los conceptos de habla plena o auralidad intentan añadir nuevos matices a lo que Baudrillard dejó escrito sobre la cuestión. En este caso se tratará concretamente de la jurisdicción de lo simbólico sobre el poder cuando éste pretende ejercer su vocación de erigirse en instancia separada y separadora toda vez que inicia su lenta secreción de un orden de lo real y lo objetivo.


(2) La "oralidad" como aquí se concibe -radicalizada y desbordada en el "habla plena", lo cual la convierte en algo más, en una ontología- ha sido abordada de muchas formas, aunque en mi opinión dos de ellas -aunque posiblemente tangenciales comparadas con las investigaciones tradicionales sobre el tema- son las más imaginativas (ambas, junto con los estudios más "tradicionales" resuenan en este post): los escritos de Marshall McLuhan y Edmund Carpenter acerca del "espacio acústico" y la distinción que Deleuze y Guattari establecen entre el "espacio liso" y el "espacio estriado". En mi opinión el potencial de tales conceptos no ha sido tenido en cuenta.
 
(3) Acerca de lo simbólico tal como se muestra en las sociedades "primitivas": ver el post Aura o el eco de los mundos salvajes: el intercambio simbólico.

(4) El soberano asistido por la casta sacerdotal pasa a ser el único que puede actualizar la dualidad simbólica, la resonancia con los dioses y el universo que garantizan el orden social y cósmico: pese a instanciarse por encima de una sociedad dividida, pese a consolidarse como el ejercicio de un don unilateral e irreversible el poder todavía pone en acto la presencia ambivalente de la vida y la muerte en los ritos, los sacrificios, en los suplicios públicamente expuestos. En ellos aún se invoca la presencia de una muerte regeneradora de la permeabilidad aural; espectáculos crudos, vivos, presencia de la efervescencia aural en la inmediatez de la ejecución o en los ritos que marcan los calendarios. Su propia inmolación ya no tiene lugar, es desviada hacia una víctima sustitutoria; corolario lógico del cumplimiento inexorable de la esencia acumulativa del poder, cuya desatada inercia despliega una trascendencia del soberano a imagen del calado de sus ahora inmensas fuerzas: en tanto que superviviente del orden regicida ha vencido a la muerte inmediata a manos del grupo y ha pasado a acumular el botín que son las muertes de sus súbditos para arrojarlos a una vida servil; en ese momento, único dueño de su propia muerte, conquista la inmortalidad: se convierte en el Gran Acumulador de tiempo, de eternidad; él mismo es un dios o bien se proyecta en una divinidad superior a la que tratará como su par simbólico. Mientras, fuera de los muros del palacio los dominados, desposeídos de las reglas que instituyen la obligación simbólica, “liberados” de la actualización de la auralidad son arrojados a la objetivación, la racionalidad medios-fines, las estructuras desritualizadas que poco a poco pasan a administrar lo social y a hacerse cargo del mundo mismo. Se da paso a la separación entre un campo “sagrado” y otro “profano”, entre lo “religioso” y lo “político”; más tarde aparecerán otras separaciones ramificadas al infinito: la del alma y el cuerpo, la de lo masculino y lo femenino, la del bien y la del mal, etc., que perpetúan las estructuras de separaciones iniciadas con la ruptura de la ambivalencia aural (Baudrillard, 1993: 149).
El poder disciplinario descrito por Foucault, que arranca en la “época clásica” y que desde hace tiempo está en vías de desaparición, inclina definitivamente la balanza a favor de la materialización del mundo; en esta nueva mutación, que el poder produce realidad es más cierto que nunca, ya que éste coincide con la nueva fuerza de la producción: la realidad deviene algo producido. Sus objetivos son la proliferación totalitaria de una vida excluida con precisión quirúrgica de la muerte, sus mecanismos son los de la explosión, la expansión, la irreversibilidad inoculada incluso a nivel capilar; reviste la forma de las fuerzas que despliegan e invisten un nuevo mundo real, material: él es su brazo armado. Impone a los sujetos una movilización jamás vista hasta entonces. Es por eso que precisa a toda costa eliminar toda ambivalencia, toda resonancia con la muerte de unas poblaciones cifradas en la escritura de la estadística. Hoy este poder intersticial, saturador, subjetivador de los cuerpos  mediante dispositivos de ortopraxis está siendo transformado, sustituido por nuevas formas de dominación; éstas ya no se basan en las energías, las mecánicas y las relaciones de fuerza constitutivas de las disciplinas “tradicionales”, sino que se ejercen como estrategias de disuasión, de lo lúdico o lo psicológico (cf. los trabajos de Baudrillard).   ¿Qué hay de la Revolución y de la contestación al sistema? Ésta es el dispositivo central de nuestros sistemas explosivos, cinéticos, históricos, el corazón moviente de la ontología productiva y representacional. En este sentido hay que ver el espacio perspectivo, el espacio-tiempo de la Historia –por otra parte ya caduco- no como una disposición de sus elementos que tiende hacia el mal llamado “punto de fuga”, sino a la inversa: lo producido y representado despliega su movimiento de materialización hacia nosotros. Si bien normalmente sólo vemos el foco de convergencia donde confluyen las líneas, los vectores o hilos que conforman el escenario de lo representado -su dimensionalidad “real”- podemos no obstante conceptualizarlo como el no lugar, el vacío implosivo irrepresentable del que lo real surge por hemorragia invadiéndonos, ubicándonos y asignándonos como nuevas figuras dispuestas en el espacio-tiempo que crea su movimiento de expansión ilimitada.  Lo que era pues el foco de convergencia se desplegaría entonces como campo de divergencia, de barrido centrífugo, abanico de dispersión de una realidad que coloniza todo a su paso (en este sentido el trompe-l’oeil es, por exacerbación, el desenmascaramiento de la engañifa de ese orden). Y la revolución va en el mismo sentido. La dinámica de nuestro sistema  es de crisis-intensificación revolucionaria. La revolución es la dinámica misma de proliferación y diseminación de una civilización ayer instituida como motora, hoy como mundo eléctrico y nuclear. Institucionalización del cambio perpetuo: si la crisis es la velocidad de crucero del sistema, la revolución (la propia del sistema y la de los “revolucionarios”) es su vuelta de tuerca, una aceleración hasta el paroxismo que siempre reconfigura los contenidos respetando las propiedades formales -los códigos- a nivel fundamental. En ella se aceleran e intensifican los efectos de las propiedades del sistema de forma que se altera su ritmo crítico normal, pero jamás varía el objetivo que está en su naturaleza: producir más y nueva realidad; expansión, acumulación, siempre más inoculación de deseo, saber y poder, siempre más realidad. No hay diferencia entre la máquina de vapor y las masas que asaltan el Palacio de Invierno. Ambas son cristalizaciones termodinámicas generadas por nuestra clausura basada en la diseminación ad infinitum. No hay diferencia entre las redes informacionales mundiales, la neurociencia y lo rizomático o las comunas: todas ellas son cristalizaciones eléctricas, implosivas, capilares, microfísicas, que perpetúan la lógica de proliferación de un sistema que vive de la expansión y la acumulación -hoy en el nivel micro, celular y subatómico-, de la no restricción. Quienes detentan el poder y los que se le oponen son los ritualistas intercambiables de la (micro)razón política, sus sacerdotes y sus hechiceros.


BIBLIOGRAFIA:
 
Adler, Alfred: “La guerra y el estado primitivo”, en Abensour, Miguel (Ed.): El espíritu de las leyes salvajes: Pierre Clastres o una nueva antropología política; Ediciones del Sol, Buenos Aires, 2007, orig. 1987.
 
Baudrillard, Jean: El intercambio simbólico y la muerte; Monte Ávila, Caracas, 1993, orig. 1976.
 
Clastres, Pierre: La Société contre l’État: Recherches d’anthropologie politique; Éditions de Minuit, Paris, 1974.
 
Clastres, Pierre: Investigaciones en antropología política; Gedisa, Barcelona, 1987, orig. 1980.
 
Simonse, Simon: Kings of Disaster: Dualism, Centralism and the Scapegoat King in Southern Sudan; E. J. Brill, Leiden, 1992.