Todo grupo debe saber crear vínculo entre sus
miembros. A lo largo de la historia podemos constatar la existencia de dos
grandes formas de lidiar con esta cuestión: lo simbólico y lo social. El
primero lo hace a través de la desacumulación de valor actualizada en la
ambivalencia de la obligación propia
del don y contradon y el dispositivo implosivo del ritual; el segundo a través
de la maximización de valor realizada en la equivalencia abstracta de la relación mediada por signos, objetos e
instancias y el dispositivo explosivo de la producción.
Lo simbólico sería, parafraseando a La sociedad contra el Estado de Pierre
Clastres, la “sociedad” contra lo Social mismo. Se trataría de una “comunidad
profunda” que se expresaría a nivel de sus miembros en la soberanía que
despliega la paridad del desafío, la dualidad, la ambivalencia, todas ellas
formas del habla plena colectiva, de un aura soberana del gesto y habla
individuales ni conceptual ni prácticamente escindidas del grupo. Paradoja –así
se nos muestra a nosotros hoy- de una forma de vida en la que la separación
“hombre-sociedad” no existiría, en plena ausencia o elipsis de uno y otra. Esa
“tribalidad” supone un grado de intimidad
que cuando es amenazada se reivindica, más allá de todo discurso racional,
moral o legal como lo que llamaríamos una “exigencia clastresiana de grupo”.
Lo Social se constituyó enraizándose en las formas
simbólicas de vida, reduciéndolas a sus propiedades formales y reprimiéndolas o
excluyéndolas. Su aparición ha tenido lugar después de un largo proceso
histórico que ha preparado su advenimiento: en el pasado la división del grupo ha
instituido un poder de vida y muerte escindido de la jurisdicción del primero,
pero este corte no ha cambiado la forma de crear comunidad; la cesura ha
seguido articulándose abiertamente durante milenios a través del juego de lo
simbólico y del ritual, por el que la jerarquía (no confundirla directamente
con el poder) se expresa en la para nosotros paradójica (ambivalente) irreconciliabilidad cómplice entre las
diferentes especies de hombres: el juego del poder del Soberano contra los
segmentos, los linajes o los estamentos y viceversa mantiene una forma de
rescate de lo simbólico mediante la reversibilidad que permite el englobamiento del contrario (ver Louis
Dumont). En contextos límite la rebelión, la utopía y las religiones soteriológicas
han reivindicado la comunidad simbólica estrangulada por el poder (ver Norman
Cohn, En pos del milenio). Con el
impulso del capital y las transformaciones de lo religioso el antiguo orden de
dominación va a dar lugar, a partir de la “época clásica”, a la invención de lo
Social: si en el pasado la sociedad es dada
(por los ancestros o los dioses) asistimos ahora a la producción de sociedad con la implantación de relaciones sociales
de producción; la jerarquía queda absorbida en la cadena de mando del poder; se
inventa la realidad, el espacio y tiempo
en el que se despliegan las nuevas instituciones políticas y económicas; la obligación simbólica es sustituida por
el contrato (entre productores libres
e iguales que ceden parte de una soberanía –definida por el Derecho- al Estado);
aparición del biopoder y sus dispositivos
productores de una vida desnuda
(Agamben) de toda soberanía simbólica que precisa de instituciones de
asistencia, educación, información o entretenimiento como otros tantos modos de
manipulación de un sujeto separado, recortado de la comunidad de intercambio
simbólico. Y si las formas de poder previas a la aparición del capital se han
mostrado retrospectivamente bastante vulnerables a la exigencia simbólica de grupo,
como muestran las revueltas o las utopías ahogadas en sangre, el capital se
revela como el más eficaz dispositivo de neutralización de lo simbólico jamás
creado: lo Social está ahí para destruir y expulsar a lo Simbólico; junto con el
capital precisan destruir a toda costa toda singularidad que no pueda ser
asimilada por la abstracción del valor cuantitativo o semiótico y su
maximización.
De lo dicho se deduce que la baza de la dominación
de lo Social se juega –como en todos los ámbitos- en el nivel fundamental de lo
simbólico: toda forma de dominación es una apuesta simbólica a vida o muerte
entre el grupo y la instancia del poder, y el objetivo de este último es
neutralizar el antagonismo abierto que por definición implica la dualidad del
habla plena y su exigencia de comunidad soberana.
La lógica de maximalización sin restricción alguna
del valor debe excluir toda posibilidad de pérdida, desacumulación y
restricción, formas propias del orden simbólico, cuyo límite residía en la
actualización de la figura de la muerte que implicaba su ambivalencia con la
vida y no la irreversibilidad e intercambio de ésta contra algo que no sea la
abstracción contable o acumulativa del valor. De esa exclusión de la muerte
(monopolizada por el Amo) surgen el
Sujeto y el Objeto modernos. Ambos aparecen como tales, separados,
identificados, instanciados, materializados, porque se constituyen como
positividades destinadas a la permanencia a toda costa: amortización diferida
en el transcurrir del tiempo lineal del trato con los semejantes y con las
cosas, codificado de acuerdo con la ley contable de la proliferación
irreversible del valor. Somos sujetos porque ya no somos dueños de nuestra
muerte, y comerciamos con objetos porque ya no los consagramos al intercambio
simbólico, al consumo ritual o festivo del grupo. Todo esto es el marco de una
nueva antropología, de una nueva filosofía, de una nueva ciencia, pero también
de una nueva forma de dominación. Y si la forma-mercancía
(Marx) y la posterior forma-signo
(Baudrillard) son las abstracciones a través de las que se opera la realización
del valor, sujeto y objeto son las cajas negras de las que el poder se ha
servido para ejercer su dominio en el trabajo productivo y el servicio, la
educación, la medicina y el resto de instancias en las que la vida queda
dividida.
Así, mientras que la forma mercancía ha sido
absorbida por la forma signo, el poder se ha servido del sujeto y el objeto de
forma ininterrumpida desde hace dos siglos, ejerciendo a través de ellas dos
tácticas de dominación que se corresponden con las primeras: se trata de objetivizar o bien subjetivizar a los dominados. Cada una de ellas
tiene un mayor peso en la estrategia del sistema según la fase de movimiento
del capital. Y puede decirse que las resistencias de los dominados, en tanto
que investidos por ambas categorías (pero también la naturaleza, lo viviente y
lo inorgánico, como veremos) se han configurado de la misma forma: oposición en
tanto que sujetos u despliegan las estrategias de dominación y resistencia desde dentro del sistema.
La fase de dominación por el modo de
producción precisaba de la objetivación de los dominados como simple fuerza de
trabajo, por lo que las tácticas de resistencia subjetiva eran las que
plantaban cara al sistema a su mismo
nivel, exigiendo su reconocimiento como sujetos alienados por las múltiples
formas de objetivación; la toma de
conciencia y de palabra era por tanto la auténtica amenaza para el sistema.
Pero el capitalismo
industrial se enfrentaba al problema de la caída tendencial de la tasa de
ganancia y al peligro revolucionario organizado en torno a la reivindicación de
un Sujeto de la Historia. La crisis
de 1929 fue el detonante del surgimiento de un nuevo modelo. Al objeto de
relanzar el movimiento del capital y conjurar la amenaza de revolución se llegó
a la solución consistente en conceder a las masas un pequeño aumento del nivel
de vida, más allá de aquel basado en la pura reproducción física de la fuerza
de trabajo. En esta nueva configuración consolidada tras la Segunda Guerra
Mundial, el sistema ha precisado de tácticas
de subjetivación propias de una organización descentralizada, no panóptica,
de una forma de integración que fuera más allá de la inclusión de los individuos
como meros productores para transformarlos en productores-consumidores de objetos y signos destinados a su
amortización privada. En esta fase de dominación por el modo de semiotización las resistencias
como objeto han sido las peligrosas para el sistema: pues éste necesita de
la subjetivación de los dominados para hacerlos participar. Más allá de las
políticas de identidad subjetiva (de la unívoca a la polimorfa, la performativa
o la nómada, o de las tendencias que pretenden otorgar a la naturaleza derechos
inalienables en tanto que sujeto jurídico),
el horizonte de objeto que aparece a través de la indiferencia, la
desafectación, la anomia, la acedia, el accidente, la catástrofe natural o los
estallidos de violencia en las revueltas sin finalidad (de la que el terrorismo
es una variante en su forma de irrupción
objetiva, bruta e inmediata -independientemente de las ideas o contenidos
que mueven a sus actores-) constituye una respuesta mucho más dañina.
La actual crisis marca el final de este segundo
modelo. Una vez más, con sus propias variantes, se trata en última instancia de
una crisis de superproducción: productividad tecnológica brutal que precisaría
de una demanda voraz e insaciable. Como el capital no ha querido elevar más el
nivel de vida puesto que considera que ello podría amenazar el volumen de
beneficio y la dominación, se decide desplegar la deuda como forma de reactivar
de nuevo el consumo. Pero ésta, desbocada, se vuelve ruinosa: esta vez la caída
tendencial corresponde a la tasa de confianza y solvencia del dispositivo
conforme la cadena de intercambios crece en extensión; la cascada de impagos lleva
a la bancarrota al sistema, por lo que el problema inicial sigue intacto: la
imposibilidad de consumir todo lo que la capacidad productiva puede generar. La situación es mucho más grave cuando tenemos en cuenta la desvinculación entre el aumento de la productividad y la necesidad del
pleno empleo, fenómeno que tiene lugar a mediados de los ochenta. El balance entre la utilización del trabajo vivo y el trabajo
muerto se inclina definitivamente en favor de éste: el sistema ya no precisará
del primero salvo de forma marginal; como señala Baudrillard, desde los años 70
el trabajo vivo ha tomado cada vez más el carácter de mera forma ritualizada de
servidumbre, tanto en el trabajo “productivo” como en el sector “improductivo”
de los “servicios” (pero hace años que éstos están siendo igualmente
colonizados por el trabajo muerto: hoteles sin personal, robotización de las
tareas, monitorización informatizada…). Por lo tanto el principio de productividad que se expresa en el
espectacular desarrollo tecnológico e informacional actual va a hacer imposible
integrar a la mayoría de los sintrabajo en las estructuras productivas y de servicios. Y ello abre la puerta a la mayor amenaza para el sistema hasta el momento: el dispositivo del consumo, en el que descansaba la generación de capital, va a verse cada vez más limitado a medida que las masas vean sensiblemente mermada su capacidad de consumo o sean directamente excluidas del modelo. Por otro lado, al menos transitoriamente, las fuentes de energía ofrecen un
panorama de explotación limitada: desaparecerán a corto o medio plazo. Esta
situación es cierta mientras no aparezcan nuevas fuentes o no se logre a una
escala todavía desconocida la “síntesis” de las mismas. Mientras tanto los
procesos de subjetivación continúan, aunque el objetivo ha cambiado: la
situación actual es la mejor coartada para implicar a los individuos en la
gestión de lo social que agoniza, pero a diferencia del escenario inmediatamente
anterior en la que la integración activa interesaba fundamentalmente porque el
trabajo de la mayoría aún era necesario, hoy se trata de que todos participen para estar ocupados –no
para producir, sino para permanecer disuadidos: es el caso de los servicios
a la comunidad, los minijobs, la
solicitación mediática en la industria del entretenimiento, las redes sociales…).
Si en el modo de producción la dominación por el
objeto no pudo ir hasta el límite puesto que ello representaba el estancamiento
y caída del sistema de maximización del capital, la actual crisis muestra que
el semiocapitalismo tampoco ha podido aplicar las tácticas de subjetivación con
todas sus consecuencias: “double bind”
congénito entre la necesidad de ir más allá, en generar una implicación
subjetiva de las masas, la toma de decisiones a un nivel que vaya más allá de
lo estrictamente relacionado con lo instrumental y lo económico, y el encierro
de los dominados dentro de unos límites que los mantengan como tales; para
evitar destruirse, el sistema ha tenido que encerrar a los dominados en un
techo de hierro, hoy de cristal.
En ambas tácticas de dominación la fuerza de la
socialidad como vínculo alternativo a lo simbólico es insuficiente para generar
una comunidad que nunca puede surgir de una racionalidad instrumental que opera
exclusivamente en aras de la acumulación de valor; si el capitalismo ha
pervivido intentando desplegarla en todos los niveles de la vida, ha sido al
precio de destruir todo tipo de “racionalidad” heterogénea: la “acción
comunicativa” (Habermas) que es la raíz del “mundo de la vida”, jamás ha tenido
una verdadera oportunidad de hacer aparición, de intervenir. Y esta última
crisis tal vez ha destruido definitivamente cualquier posibilidad, si es que
aún existía alguna. El desarrollo del capitalismo muestra que en última
instancia es lo instrumental lo que le
importa, independientemente de su “racionalidad” o “irracionalidad”: en efecto el
principio de maximización del valor enseguida se impuso sobre cualquier consideración
“ascética” del consumo que la limitaba, por lo que casi inmediatamente se
incorporó la gestión de los “impulsos”, de lo irracional, a la mercadotecnia –pero
es que ya la misma ética protestante surgió del desencantamiento del
irracionalismo de lo religioso (Weber).
En el momento en el que parece que el
capitalismo debe transformarse radicalmente para seguir siendo el mismo el sistema continúa sin poseer los medios para
implicarnos en la gestión de lo que ahora parece ser un enfermo en fase terminal.
La cuestión de una economía política de lo subjetivo y lo objetivo ha pasado a ser un mero subsistema del sistema global; en el filo, en el vértice en el que su inercia se despliega transformándolo ya no intervienen ni sujeto ni objeto. La solución ya está materializándose: a la vez que un nuevo nivel subsume el actual atasco económico y representativo, subordina sujeto y objeto al imperio de las redes y la señalética operacional metaproductiva y metarrepresentacional (1). Esto permite pensar la posibilidad de contemplar la economía política como una simple fase transitoria en la que el trabajo vivo y lo viviente es el instrumento temporal de lo realmente importante a largo plazo: la acumulación de lo objetivado, del trabajo muerto, de lo muerto en general sobre el trabajo vivo y lo viviente (la producción había sido la fase previa en el movimiento inexorable de multiplicación serial de las formas singulares de lo inorgánico mediante el recorte de su contexto inmediato de existencia para ser transformadas y reproducidas; hoy la simulación pone el énfasis en la reproducción: supone la transformación del dispositivo de la producción y su aplicación tanto a lo orgánico como lo inorgánico mediante nuevos procesos basados en la reducción-traducción a un código generador de modelos que permite su creación y multiplicación a voluntad como ejemplares modulados por una declinación infinita –no serial- de diferencias).
La cuestión de una economía política de lo subjetivo y lo objetivo ha pasado a ser un mero subsistema del sistema global; en el filo, en el vértice en el que su inercia se despliega transformándolo ya no intervienen ni sujeto ni objeto. La solución ya está materializándose: a la vez que un nuevo nivel subsume el actual atasco económico y representativo, subordina sujeto y objeto al imperio de las redes y la señalética operacional metaproductiva y metarrepresentacional (1). Esto permite pensar la posibilidad de contemplar la economía política como una simple fase transitoria en la que el trabajo vivo y lo viviente es el instrumento temporal de lo realmente importante a largo plazo: la acumulación de lo objetivado, del trabajo muerto, de lo muerto en general sobre el trabajo vivo y lo viviente (la producción había sido la fase previa en el movimiento inexorable de multiplicación serial de las formas singulares de lo inorgánico mediante el recorte de su contexto inmediato de existencia para ser transformadas y reproducidas; hoy la simulación pone el énfasis en la reproducción: supone la transformación del dispositivo de la producción y su aplicación tanto a lo orgánico como lo inorgánico mediante nuevos procesos basados en la reducción-traducción a un código generador de modelos que permite su creación y multiplicación a voluntad como ejemplares modulados por una declinación infinita –no serial- de diferencias).
Lo que está dejando todo esto atrás es la nueva
forma de “lazo social” (pero que ya no es tal) que el sistema instaura: la conexión, que elimina de su proceso el
espacio, el tiempo y toda forma de representación y producción clásica.
Entonces ¿el sistema sigue precisando de la producción de “relaciones sociales”
o estamos en otra cosa? ¿Se tratará aún de "capitalismo"?
La generación de
capital basada en la invención y manipulación de materia-energía ha sido
abandonada hace tiempo en el nivel
estratégico en favor de los dispositivos de información y conocimiento. Su
poder para forzar a la integración y sistematización eficiente de lo social, de
la infraestructura y la superestructura es incomparablemente más grande que la
basada en las relaciones de producción que hicieron posible la existencia del
modo de producción, que se basaba fundamentalmente en la industria. La
información y la codificación, el cifrado, se han convertido en la
“infraestructura” actual (esto último no es más que una forma de hablar; como
dice Baudrillard, al capital las distinciones entre “infra” o “superestructura”
le importan un bledo, él arrastra todo en su propio movimiento); es la forma signo sistematizada en el código
lo que sustituye en el corazón del sistema a la forma mercancía y la economía
política. El código permite la manipulación total puesto que el dominio de la
forma y sus reglas de combinación son las que generan los contenidos, la
materia-energía que son sus efectos. Opera a través de modelos y normas, no leyes, que
determinan de antemano todas las variables de aparición del objeto (y del sujeto).
El código tiene la virtud de no aparecer, de no ser visible, puesto que sus
efectos aparecen en lo inmediato como la “objetividad” o contenidos que
sustancian las diferentes “representaciones”. Surge de una extensión de la ley
del valor a los dominios “superestructurales” -en particular el lenguaje, un
sistema autocorrector, metaestable y mucho menos impredecible que lo económico
y sus contradicciones “reales”-: no hay “contradicciones” en el nivel del
código, simplemente no aparecen como tales en tanto que están integradas; su
control sincrónico e informacional es mucho menos imperfecto que la causalidad
diacrónica, lineal y energética del nivel anterior. En el nuevo entramado que está desplegando sus
nuevas propiedades, toda vez que somete a reticulación el antiguo mundo, somos
simplemente terminales, neuronas,
puntos operacionales emisores y receptores
de señales o en el mejor de los casos “mensajes”. En el análisis de esta
nueva situación tal vez la hipótesis es que ni objeto ni sujeto sean pues
categorías válidas aplicables a lo social, lo político, lo económico, ya que el
paso al código subordina bajo su comando a todos ellos, que privados de su
sustancia dejan de tener el peso específico de la fase anterior.
Ciertamente en la vida “social” esta crisis se está
produciendo, con todas sus consecuencias. Puede que con la acentuación de la
polarización social surgida del colapso del sistema las demandas de socialidad
y consumo subjetivistas, el “consumid-participad-sois-los-protagonistas”,
recorten su alcance de penetración en las distintas esferas de la vida en favor
de la reaparición de formas objetivantes de represión para la mayoría (aunque
no va a cesar la promoción del “protagonismo” del espectador en los media y las
redes como aparato de disuasión; es curiosa, al respecto, la aparición de Facebook o Twitter justo antes del desencadenamiento de la crisis), toda vez
que se sigan manteniendo a todos los niveles para las élites. Por tanto es
probable que resurjan con más fuerza las “resistencias subjetivas”, el
“¡indignaos!”. Pero con respecto a la radicalidad de los cambios que éstas
puedan impulsar, también podría ocurrir que todo esté siendo vivido e
interpretado a la luz del antiguo sistema que, superado por una nueva
organización, pase a no ser más que mera ideología o falsa conciencia de una
situación que ya no corresponde a los
esquemas de la economía política. En su instauración lo Social colonizó y
transformó el intercambio simbólico a través de la fase del modo de producción,
mero periodo transitorio en el despliegue definitivo del código (la Ley Estructural del Valor enunciada por
Baudrillard en El intercambio simbólico y
la muerte); la producción y sus formas de socialidad han sido desplazadas
de su otrora centralidad estratégica: o bien han sido transformadas por la
simulación o bien permanecerán como residuos a eliminar, si acaso sostenidos
por el sistema como simples dispositivos
de adscripción de los individuos a un orden del trabajo ya muerto; éstos se
mantendrán en funcionamiento mientras se considere que el coste de sus pérdidas
queda compensado con los réditos obtenidos en términos de control social. Si el
antiguo orden natural del mundo, el naturalismo como ontología fueron convertidos
en ideología de lo Social, del nuevo orden de la economía política (la Ley
Natural), ésta se convierte hoy en el nuevo discurso ideológico, palabra antigua
insertada en la lengua del orden que la sucede y la subsume. En
efecto, una opinión bastante extendida es que esta crisis –una crisis de
producción y representación-, que evidentemente tiene que ver mucho con los
capitales flotantes, la deuda y el hundimiento de lo “especulativo” nos llevará
de nuevo a contenidos “reales” productivo-representacionales: sin embargo
podemos argumentar que las “burbujas especulativas” son ya efecto de la operación del código, aunque todavía “malinterpretada”
involuntariamente por los agentes que sin saberlo se encargan de su despliegue:
el “desinflado” de las mismas no supone vuelta alguna a lo que “realmente
importa”, a la economía como Dios manda. La virtualización de la economía no es
una burbuja o un conjunto de las mismas; este discurso da la impresión de que
hablamos de “islas” –por grandes que sean- de virtualidad que tarde o temprano
estallarán desapareciendo. De lo que más bien se trata es de una transformación
mucho más profunda: no deberíamos pues hablar de la aparición y desinflado de
burbujas, sino del surgimiento de una
inmensa “nube”: la infoesfera que
está desplegándose como un nuevo sistema; y los terremotos a los que asistimos
son las convulsiones del parto, de la adaptación de todo al nuevo comando. El
problema de las “burbujas” ha sido doble: por un lado los instrumentos del código,
el cifrado y las redes han seguido utilizándose mirando por el retrovisor de la
economía política; el nuevo marco ha sido manipulado torticeramente por los
gestores económicos, que no han visto más que un escenario en el que hacer “trampas” en lo "real" -subprimes, preferentes- mediante la manipulación de lo "virtual". Por otro las nuevas posibilidades ofrecidas por los
instrumentos de abstracción, automatización y cálculo informatizado de los intercambios
entran aún en muchas ocasiones en conflicto con la “economía real”. Pero no por mucho
tiempo: ¿alguien duda por ejemplo que los mercados de futuros, derivados, etc.,
en sí mismos una “burbuja” de dimensiones colosales, vayan a seguir existiendo?
Lo que verdaderamente está ocurriendo es la limpieza de las viejas actitudes y
métodos en favor de la infoeconomía y
la succión de la sustancia “real” de lo económico “tradicional” que aún
permanece aquí y allí. Unos -los políticos y economistas- creen estar tratando
de salvar la economía; otros -los que quieren construir alternativas- creen
enfrentarse todavía a un modo de producción. En realidad lo que todos hacen es,
simplemente, gestionar la implosión de un sistema moribundo: es como si aquí y allá
aparecieran grietas, agujeros como los del desagüe del baño que absorben todo
en su movimiento centrípeto: los famosos “agujeros negros estelares” tan caros
a Baudrillard; éstos actúan como embudos por los que lo real político, lo real
económico –en sustancia ya simulación- entran en una nueva espiral de
amplificación de los efectos de la ley estructural del valor por la que ya han pasado
los media, la cultura, las relaciones, la tecnociencia, los signos, el
lenguaje, el sexo: diferencia, conexión, disuasión, cifrado o codificación
numérico-genética de todo, teleonomía, cibernética, etc. Y una vez más
insistimos con el pensador de Reims que el vocabulario que se utiliza es
caduco; lo económico y lo político actúan hoy como la religión que, aunque
desplazada, impregnaba los nuevos campos estratégicos de lo económico y
político en el s. XIX. Actualmente la sintaxis que maneja todo es la del código,
y tal vez las “burbujas” de las que tanto
se habla son más bien las de la economía, la política, la producción, la
representación que aún permanecen. La trampa de la economía política ha
consistido en situarse como árbol que impide contemplar el bosque. Ha sabido
ocultar su identidad de campo parcial y se ha hipostasiado como la matriz de
todas las prácticas y significaciones. Mientras tanto el código, al igual disuelve mediante la simulación la oposición entre
lo vivo y lo no vivo, provoca también en lo Social la licuefacción de la oposición hombre-mujer, derecha-izquierda en la
política o sujeto-objeto en el saber y las formas de dominación y resistencia;
todas ellas pasan a ser manejadas como términos integrados por la nueva organización
del sistema. Y a la luz de todo esto, para los que
desde posiciones críticas pretenden instaurar un orden radicalmente nuevo, ¿qué
significa entonces “indignarse”? ¿Qué significa entonces “democracia real”?
No hay que
engañarse: al sistema no le va a costar mucho cambiar lo necesario mientras
queden a salvo la maximización del valor -pero podríamos lanzar la hipótesis de que en última instancia podría prescindir de ella- y la exclusión de lo simbólico -aspecto al que no puede renunciar bajo ningún concepto en tanto que modo de dominación que puede adoptar una multiplicidad de formas distintas, entre ellas la de "modo de producción"-. El código integra las crisis y las resistencias como fenómenos
propios de una dinámica de generación de valor que oscila entre la penuria y la
abundancia, lo que permite introducir la previsión y el establecimiento de
medidas de atenuación y corrección de los efectos no deseados; todo esto supone
la domesticación las anteriores crisis “salvajes” y sus consecuencias: puesto que
pasamos a la inclusión de todo mediante su sistematización
diferencial, las resistencias subjetivas y objetivas también habrían sido
integradas en su estructura, por lo que habrían perdido su potencial de
disrupción "real". Ambas pasarían a ser controladas como variables dispuestas en
polaridades, formando una estructura en la que la alternancia de un término u
otro no cambiaría nada. Y si las “ciencias humanas” han sido las armas que el
sistema ha utilizado para neutralizar el potencial subversivo de las
resistencias subjetivas, actualmente los análisis de los modelos de la
autoorganización, la emergencia, el caos, lo aleatorio, la incertidumbre, la
neurociencia, la genética o lo cuántico supondrían la intención de integrar la
objetividad refractaria, con todo lo que implica de domesticación y
neutralización de su singularidad y fuerza de ruptura.
En definitiva nos hallamos ante una
situación que supera en un solo movimiento ambas tácticas de resistencia en el
nivel estratégico del sistema. Desde siempre ambas han actuado desde dentro, y nunca han supuesto su
más allá. No hay nada malo en ello: las dos tácticas han jugado sus bazas
barriendo hasta los límites todo el campo definido por la clausura del sistema
buscando nuevas fuentes de energía explosiva e implosiva, y han impulsado
importantes cambios en su interior,
actuando siempre en sus mismos términos. Pero podría ser que ese universo del
discurso estuviera hoy agotado.
Es en este escenario donde el
intercambio simbólico aparecería, como Baudrillard dejó escrito, como “tipo
lógico” más elevado, como resolución del código, como la ambivalencia o
dualidad que somete toda singularidad a la regla de la corresponsabilidad del
grupo sin alienar su soberanía, y que hasta ahora ha tenido su mejor expresión
social en los mundos de los Salvajes. En la dualidad que despliega, en el agon de su habla plena heterogénea a la
racionalización tecnoescritural, en la presencia del gesto y el habla y su
diálogo con los existentes que pueblan el mundo, tanto humanos como no humanos,
en su irreductible exigencia simbólica de que nada pueda instanciarse por
encima de la jurisdicción del grupo, no se arredra en reconocer a los
detentadores del poder su autoproclamación como casta que impone a todos los
niveles la gran división entre una especie soberana y una especie indigna, una
inmensa masa de bestias (aunque ésta constituya una “multiplicidad”) que debe
ser sojuzgada y excluida: “Yo sostengo la hipótesis de que no
ha habido jamás verdadera lucha de clases más que sobre la base de esta
discriminación: la lucha de los infrahombres contra su estatuto de bestias,
contra la abyección de ese corte de casta” (El
intercambio simbólico y la muerte, pág. 39). Sólo queda lo simbólico: en su
desafío mortal a la casta dueña de
todos los nombres y definiciones, del sentido, de la vida y la muerte, en su
rechazo al sujeto, al objeto, en el blackout
que plantea a la conexionalidad del código podemos escuchar el rumor del caudal
de una forma de vida aún no agostada, nivel fundamental que, aunque excluido,
barrado, reprimido, reducido, transaparece a pesar de todo en el corazón de
nuestros sistemas hipermodernos.
NOTAS:
(*) Todo lo que se tratará en las siguientes líneas
se basa en las ideas de Baudrillard expresadas a lo largo de su obra, en
particular en los análisis de El espejo
de la producción, El intercambio
simbólico y la muerte, Simulacres et
simulations, A la sombra de las
mayorías silenciosas y El fin de lo
social.
El artículo que se muestra contiene varias de las
características de la organización por el código: desaparición de la oposición
sujeto-objeto: por un lado las máquinas inteligentes dialogarán entre ellas
como sujetos (“Internet de las
cosas”); por otro los sujetos son reconfigurados como objetos en tanto que terminales conectadas a las redes a tiempo
completo; anticipación del accidente funcional y del crimen mediante el control
por conexión; robotización de todas las tareas. Todo debe ser conectivo y debe
estar conectado en tiempo real: como bien se dice en el texto “la
clave está en unir la infraestructura física a la tecnológica para obtener
información en tiempo real y actuar sobre ella, anticiparse”. La dominación y
la maximización del valor prosiguen su camino mediante el control informacional
y la operacionalidad de la cifra pura, el signo puro “liberado” del valor de
uso y del sentido. En definitiva la vida y la ciudad abandonan la oposición
entre espacio y tiempo para pasar a un nuevo nivel en el que pasan a poseer la
inmaterialidad de la información pura, ubicua, utópica, ucrónica. Y la futura
expansión del modelo implicará la redefinición de buena parte del globo en
tanto que continuum simulacional.
Mapa y territorio, como en el relato de Borges, implosionarán en la
transparencia e instantaneidad de las redes.