jueves, 18 de octubre de 2012

AURA O EL ECO DE LOS MUNDOS SALVAJES (II): EL INTERCAMBIO SIMBOLICO

El intercambio simbólico es la encarnación en lo social de la ontología de este mundo aural, la forma social de desplegar el habla plena como red inclusiva, un orden de relaciones que hilvanan la totalidad. Amalgamado por su permeabilidad fundamental, lo simbólico actualiza una proxemia ontológica radical que forma un continuum de redes de parentesco, alianza y obligación, un todo denso, centrípeto e indiviso desplegado por la multiplicidad de los existentes. Las manifestaciones rituales son los vórtices a través de los que se genera y controla la permanencia y el ritmo mismo del universo, la alternancia reversible de su contracción y expansión, el vaivén dual que actuando a todos los niveles garantiza la permanencia de la permeabilidad del mundo. Este orden que constituye lo social y organiza socialmente el universo fue “la dominante secreta de las sociedades primitivas y tradicionales. Configuraciones no expansivas, no centrífugas: centrípetas –pluralidades singulares que no apuntan jamás a lo universal, centradas sobre un proceso cíclico, el ritual, y tendiendo a involucionar en ese proceso no representativo, sin instancia superior, sin polaridad disyuntiva, sin por ello derrumbarse sobre ellas mismas (…) Las sociedades primitivas vivieron así de una implosión dirigida -murieron cuando dejaron de dominar ese proceso, y bascularon entonces hacia el de la explosión (demografía, o excesos de producción irreductibles, procesos de expansión indominables, o pura y simplemente cuando la colonización los inició violentamente en la norma expansiva y centrífuga de los sistemas occidentales)” (Baudrillard, 1987: 165-166).
 

En el plano ontológico los existentes no son las identidades tautológicas, positividades instanciadas y clausuradas entre sí que conocemos en nuestro mundo; tampoco son materialidades que opongan resistencia en el sentido de la física; no son objetividades que interactúan según las leyes y limitaciones de nuestras concepciones físicas o filosóficas de la materia, la causalidad, el espacio y el tiempo. En lo aural no hay espacio, tiempo o materia alguna que contenga a los existentes en sí mismos y simultáneamente los separe unos de otros, una distancia que deba ser recorrida material o conceptualmente para salvar la separación que sustenta su clausura identitaria, su fisicalidad o materialidad: los existentes son el propio espacio, por lo que se está en el mundo sin mediación, actuando inevitablemente a través de ellos y a la inversa (1); se trata de una reciprocidad y reversibilidad continua: “las líneas entre especies y clases, incluso entre hombre y animal, son líneas de fusión, no fisión, y nada tiene una apariencia simple o invariable”, como señala Carpenter a propósito de los Inuit. Propiamente hablando en los mundos aurales no hay ni materia ni realidad objetiva alguna. Los salvajes han revelado un mundo sin necesidad de realizarlo. Todos los existentes, las cosas, los elementos mismos, el fuego, el agua, la tierra, el aire son momentos distintos, heterogéneos, de la disolución continua de la positividad, de la clausura, del valor (Baudrillard, 1992: 267). Si para nosotros toda materia es una materia prima, una fuerza productiva (2) en los mundos salvajes toda materialidad (del lenguaje, de las cosas, de las personas, del mundo) es una anécdota efímera: lo que no es permeable es eventualmente un desecho y es abandonado, eliminado, es inferior a un excremento pues al menos éste, como los cabellos o las uñas puede ser objeto de magia debido a su resonancia, su permeabilidad (3). Sin embargo a largo plazo constituye un terrible peligro: la objetivación del universo es resultado de la destrucción de es transparencia, lo que abre la puerta a la instauración de la materia y por ende de la excrecencia incontrolable de lo que no puede intercambiarse simbólicamente, llevando al sistema al bloqueo y a su estallido o asfixia finales.
 


Ya hablemos de “animismo”, “totemismo” u otras ontologías salvajes el cosmos está poblado por sustancias permeables, inmediatas, aurales. El cuerpo, el operador inmaterial que el grupo crea en lo que llamaríamos el nivel individual no existe ni como dato “natural”  ni como “identidad”: es otra cosa, “una especie de sustancia sacrificial que no se opone a ninguna otra sustancia, ni al alma ni a cualquier otro valor espiritual. En las culturas en las que el cuerpo es puesto en juego continuamente en el ritual (…) es la baza de una constante reversibilidad. Es una sustancia que puede moverse a través de otras formas, animales, minerales y vegetales (…) la forma animal, la forma humana y la forma divina se intercambian según una regla de las metamorfosis en la que cada una de ellas deja de estar circunscrita a su definición” (ibid., 2002: 25-26). Los hombres y el resto de existentes poseen “cuerpos” e “identidades” ambivalentes puesto que son permeables tanto en el interior de ellos mismos como en su relación con los demás; éstos se metamorfosean constantemente unos en otros, tal como por ejemplo ocurre en el perspectivismo amerindio (4). Por el contrario nuestra cultura visual-material anclada en el principio de realidad cierra y crea mediante este acto nuestro cuerpo, negando la apertura del individuo ya desde su misma piel: lo que de nosotros es más dado a la exposición y por tanto ofrecido en el habla plena del intercambio simbólico –pero entonces ya no sería una “epidermis”: el cuerpo de los salvajes no pertenece ontológicamente al orden de la biología, al igual que jamás está desnudo aunque muestre todo su cuerpo- es la impenetrable armadura que sella la identidad material del sujeto (5). Mediante el despliegue por parte del grupo de la permeabilidad simbólica se revela un cuerpo que no es material sino aural, el único que posee existencia “real”, que se ha convertido en existente resonante mediante el habla plena de los ritos y las pruebas, las fórmulas, los objetos, las prácticas que constituyen el esfuerzo del grupo para hacer aparecer los cuerpos como  material simbólico, como cajas de resonancia en las que vibra el universo entero. Tal es el sentido de las marcas iniciáticas, las modificaciones corporales, las posesiones, las pinturas corporales cuyos diseños en muchos casos son indiferentes a las formas del cuerpo; éste no posee significación alguna a menos que se dé existencia aural a la carne en el ver y el tocar que supone la entrega al grupo, a los dioses, a las potencias del mundo para seducirse mutuamente gracias al despliegue de la apertura del habla plena en la que toda identidad, toda clausura es consumida. En este imperio de las formas flexibles y reversibles el cuerpo es siempre metamórfico, como atestiguan las figuras de la magia y los rituales; éstos implican siempre la actualización de un cambio, de un devenir de las formas. La metamorfosis depende de la inmaterialidad aural de los existentes y es la característica “dinámica” –en tanto que transformación- que afecta directamente a la “corporeidad” de los mismos. Con la ritualidad, la magia, todo puede “mezclarse” con todo, puede intervenir en todo porque no tratamos con “materia”; la carne, los sentidos, los gestos: decimos que todo ello es transparencia evanescente que se consume en su despliegue transversal, a través de todos los existentes en una intercambiabilidad soluble por su propia “irrealidad”. Jamás se “es” algo cerrado que “está” en un punto concreto, sino que (con el ritual adecuado) se puede ser virtualmente cualquier cosa y estar en cualquier parte (6). Se trata de una subversión de todo lo que nosotros entendemos como cualquier tipo de definición cerrada, discreta de los existentes en términos de su identidad, materialidad, categoría, posición en cualquier escala social, natural, etc. y las relaciones entre ellos; sólo cuando se detiene el juego de las formas aparecen el sentido y la metáfora, acompañados del principio de realidad y la Ley.

 
En tanto que justamente ignora la identidad cerrada de los existentes, siempre expuestos al mundo por su intrínseca permeabilidad aural, el habla plena implica por definición a un otro soberano con quien entramos en la alternancia, el dar y devolver entre pares, una reversibilidad regulada a través del intercambio simbólico. Los existentes viven la ambivalencia de un cara a cara en el que se está obligado a responder: la dualidad o paridad es la forma básica de la relación simbólica (6) y tomará la forma de un pacto o rivalidad marcados por una moral del honor, la obligación y la reciprocidad: “muchas, tal vez todas las culturas orales o que conservan regustos orales dan a los instruidos una impresión extraordinariamente agonística en su expresión verbal y de hecho en su estilo de vida (…) No sólo en el uso dado al saber, sino también en la celebración de la conducta física, las culturas orales se revelan como agonísticamente programadas (…) Cuando toda comunicación verbal debe ser por palabras directas, participantes en la dinámica de ida y vuelta del sonido, las relaciones interpersonales ocupan un lugar destacado en lo referente a la atracción y, aún más, a los antagonismos” (Ong, 1996: 50-51, cursivas nuestras). La dualidad del habla plena explica este carácter “agonístico” observado en muchos rasgos de las culturas salvajes, a la vez que es consustancial al principio de soberanía: sólo los existentes soberanos poseen un “estilo de vida agonístico” en tanto que inequivalentes, heterogéneos y sin embargo abiertos al juego del mundo, a las peripecias del intercambio simbólico. Si nuestra socialidad es la del contrato o la psicología que vincula a individuos separados abstractos, particulares y equivalentes, el pacto es una obligación entre existentes soberanos e inequivalentes, alteridades irreductibles puestas en plena ambivalencia, en la transparencia inmediata de su inmaterialidad: jamás se puede dejar de responder, pues todo habla en el habla plena. Por lo tanto en el mundo aural todos los existentes, las piedras, los animales, la hierba, pueden entrar en lo simbólico realmente, sin metáfora. Las pinturas corporales de constelaciones son el intercambio simbólico, la transparencia ambivalente de los cuerpos con los astros; los tatuajes, el uso del ocre, de sangre, son la fusión con el grupo; la utilización medicinal de pinturas u otras sustancias de la mano de los mitos y fórmulas rituales desencadena la fuerza sanadora mediante la actualización de la pertenencia al grupo y al universo, la desinstanciación, la disolución del nudo, de la opacidad que suponía la enfermedad respecto a la transparencia del grupo consigo mismo, del cuerpo enfermo, del mundo y sus intercambios organizados; las conchas del kula encarnan (en sentido literal) la relación dual, la ambivalencia que une a los pares en el intercambio. Todo actúa de tal forma que podría decirse que está “vivo”, que posee “vida”, puesto que interviene en el mundo con todas las propiedades ontológicas de los mismos humanos. Sin embargo esto no significa -salvo tal vez para la antropología- que los primitivos se hallen sumergidos en el panvitalismo animista: “el intercambio simbólico no excluye entidad alguna: animales, plantas, minerales, hombres (vivos y muertos) participan activamente en los ciclos vitales, como compañeros legítimos del intercambio. La ideología occidental ha llamado a este proceso ‘animismo’ porque aferrada a su principio exclusivo de realidad, separa radicalmente la vida de la muerte y porque comprende el intercambio simbólico con otros seres o con los muertos como una proyección imaginaria de la vida (Sodré, 2004: 130, cursivas nuestras). Cuando Occidente afirma la existencia de la superstición animista y la descifra en nombre del saber científico (7) se oculta magistralmente a sí mismo que él es el único animista en todo esto, que es él quien sostiene e impone su ideología de la vida como instancia o positividad omniponente (lo que ha llevado entre otras muchas cosas a la instauración del biopoder). Se trata una vez más de otra de las ideologías que proyectamos sobre los salvajes para a continuación “descubrirlas” entre ellos como “dato objetivo”. Por los mismos motivos, la causa que se esgrime como la explicación "racional" subyacente a las prácticas animistas -el llamado "pensamiento antropomorfo" que fundamenta también otras ontologías primitivas como el totemismo o el analogismo- cae dentro del campo de la misma crítica : también él es hijo de nuestro orden de lo real que funda la “objetividad” y “materialidad” de los términos en tanto que escindidos porque contempla su “objeto” en un solo sentido, porque es incapaz de abordar la vida en los mundos aurales como parte de una contrapartida simbólica con su desaparición, su consumación, su evanescencia en el juego de la reversibilidad que pone en acto el intercambio simbólico del mundo. Cuando la vida y la muerte separadas, cuanto todas las polaridades que proceden de esta matriz se disuelven en lo aural, en lo simbólico, podemos constatar que los movimientos que penetran o “proyectan” lo humano en lo no humano se producen también en sentido contrario. De repente dejamos de ver a los animales, los vegetales, las cosas y los fenómenos como meros ectoplasmas antropomorfos surgidos de la mente humana para contemplarlos como manifestaciones soberanas, heterogéneas, independientes, indiferentes o no según las circunstancias, según su capricho a los hombres, con quienes deben compartir su vida en el continuum del mundo aural. La soberanía es el dinamismo ontológico de los existentes que está más allá de nuestra matriz “vida-muerte” o cualquier oposición homóloga. El mundo es activo e intencional; no existe el concepto de un mundo “objetivo”, de una “naturaleza” que en tanto que objeto actúa sin objeto; todo fenómeno, lo animado e inanimado, el nacimiento, las catástrofes “naturales”, el bien, el mal o la muerte son presencias, acontecimientos, revelaciones nunca neutras ni indiferentes, son consecuencia de una relación social que no sólo implica al grupo, sino engloba al universo mismo (cuando son rotas la transparencia, la permeabilidad, el orden cósmico organizado por el intercambio simbólico, es porque justamente se ha entrometido algo que corre el riesgo de objetivarse: una opacidad, un nudo –éste es usado en magia negra- que obstruye el intercambio y por tanto es peligroso). Mientras que para nosotros está fundamentalmente fuera de nuestro alcance acceder a lo aural, al habla plena simbólica –salvo en los inofensivos campos de lo “estético” o de la psicología, en particular la infantil- ella permite a los salvajes entrar en intercambio con todos los existentes, establecer alianzas, pactos de implicación en profundidad, de inmersión “audiotáctil”, movimientos que permiten la penetración no sólo de lo humano en el mundo, sino también la contrapartida simbólica: el animal proporciona alimento a cambio de proteger su proliferación gracias al ritual, pero igualmente tanto él como el resto de existentes (las plantas, los astros, el trueno) son compañeros y protagonistas en los mitos, maestros, amantes; máscaras, pinturas, danzas, estrategias de caza les introducen como pares entre los hombres. Se trata siempre de un movimiento reversible: se deviene animal, estrella o laurel en la misma medida que éstos devienen simultáneamente humanos; tal es la regla de la ambivalencia simbólica. Se ha dicho que los animales eran buenos para pensar; también son buenos para entrar con ellos en intercambio, para emparentarse, para aliarse, para enfrentárseles, para cambiar de forma, para aprender de sus enseñanzas, para diferenciarse.
 
 
NOTAS:


(1)A la manera como las entidades despliegan su propio espacio en el llamado "espacio acústico" –McLuhan, Carpenter-; al igual  que en éste, el espacio no es una dimensión preexistente en o dentro de la que uno está.

 

(2)Como Baudrillard nos dice, “su concepto no surge sino en función de un orden de producción” (Interc. Simb., págs. 265-266, n. 17). Por lo demás, los conceptos de “materia” o “cosa” no pertenecen a “realidad” alguna: son conceptos idealistas, creados por el propio pensamiento idealista dominante; el materialismo los ha hecho suyos acríticamente, incorporándolos como conceptos clave en su proyecto de traspasar el velo de los signos a fin de “descubrir” lo “real” en su “pureza”; grave error: sólo ha llevado a cabo la crítica de los contenidos del idealismo pero el patrón, el código de disyunción, la forma estructural que los polariza, que separa lo ideal y lo material, la mente y el cuerpo, el hombre y la naturaleza queda intacto: gracias a ello el idealismo triunfa invirtiendo la jerarquía de los términos –ahora es “materialista”, lo que no le afecta en nada- y logra perpetuarse (de un modo algo irónico, pues lo ha conseguido gracias a los creyentes “neoidealistas” en la materia bruta) manteniendo estratégicamente la estructura de separación, que es su principio de realidad.

 

(3)Se trata en definitiva de un mundo sin residuo y desde luego sin residuos materiales, puesto que toda materialidad desechada es “reabsorbida” por el “medio” -la introducción del plástico y otras materias no degradables ha sido uno de los cánceres que asesinan a las sociedades tradicionales, un resto perenne que se amontona sin sentido, toda una novedad en culturas de restricción y no acumulación-. Un residuo aún peor es el amontonamiento de imágenes televisivas, de palabras y mensajes de los media, de la abstracción de la identidad, derechos, obligaciones, etc. en que se les sumerge; todo eso, que tampoco es intercambiable simbólicamente, se apila y satura a su alrededor como otras tantas formas de basura mental, moral o como se le quiera llamar, y tiene consecuencias en los recién creados cuerpos y mentes de los que ingresan en el orden real.

 

(4)El perspectivismo (Viveiros de Castro) se aproxima a lo aural, pero en el último instante lo mantiene impensado. Concepto de grandes posibilidades pero presa de sus propios conceptos realistas, su movimiento se detiene en el momento en que justamente permite pensar la cuestión de la ambivalencia, del intercambio simbólico, de la permeabilidad, de la auralidad: jamás se pregunta por el estatuto ontológico de los existentes y sus transformaciones; jamás se interroga si el existente puede ser otro en él mismo, puesto que en última instancia todo se reduce a una topografía conceptual cuyos cambios meramente posicionales provocan las diferentes “perspectivas” que son más “efectos” que cambios de ser; de esta forma la hipótesis permanece dentro de la clausura de nuestro orden de lo real.

 

(5)Esta piel que incluso “biológicamente” hablando no cierra nada en tanto que es  “porosa, agujereada, orificial, donde el cuerpo no se acaba, y que sólo la metafísica establece como línea de demarcación del cuerpo” es negada, ocultada metafísicamente “en provecho de una segunda piel no porosa, sin exudación ni excreción, ni caliente ni fría (es ‘fresca’, es ‘tibia’: climatización óptima), sin granos ni asperezas (es ‘dulce’, es ‘aterciopelada’), sin espesor propio (la ‘transparencia de la tez’), sobre todo, sin orificio (es ‘lisa’). Funcionalizada como un revestimiento de celofán. Todas estas cualidades (frescura, suavidad, transparencia), son cualidades de clausura; grado cero resultante de la denegación de los extremos ambivalentes” (Baudrillard, Interc. Simb., págs.122-123).

 

(6)McLuhan precisamente escribió en La Aldea Global que el “espacio acústico” es “un lugar adecuado para el nacimiento de las metamorfosis”.

 

(7)Homóloga a la yuxtaposición y no subordinación de las frases característica de la “oralidad primaria” -ésta es parte de lo simbólico en tanto que disuelta en la totalidad que es el habla plena-.

 

(8)Antes racista, hoy humanista: en el pasado el animismo era muestra de inferioridad racial, hoy sólamente de inferioridad cultural barnizada de relativismo.

 
 
 
 
 
BIBLIOGRAFIA:
 
Baudrillard, Jean:
El intercambio simbólico y la muerte; Monte Avila, Caracas, orig. 1976.
Cultura y simulacro; Kairós, Barcelona, 1987, orig. 1978.
Contraseñas; Anagrama, Barcelona, 2002, orig. 2000.
 
Ong, Walter:
Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra, Fondo de Cultura Económica; México, D. F., 1996, orig. 1982.
 
Sodré, Muniz:
“La subversion infime du symbolique”, en L’Herne: Baudrillard (núm. 84, textos bajo la dirección de François L’Yvonnet); Éditions de l’Herne, París, 2004.
 
 
 
 
 

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