jueves, 13 de diciembre de 2012

FELIZ NAVIDAD

Queridos y anónimos lectores que ocasionalmente acceden a estas páginas: en primer lugar quisiera agradecerles su buena voluntad y condescendencia. Aunque las visitas no son muchas, me maravillo cuando veo que proceden de todas partes del mundo. Echo de menos algún comentario, pero entiendo que a ustedes les importe un bledo. Aprovecho para felicitarles las fiestas navideñas y desearles una buena entrada en el nuevo año; que el Destino nos tenga preparadas buenas nuevas…
 
Gracias de nuevo a todos (durante estos días de paz y felicidad no olviden abusar un poco de alguna sustancia embriagante, estupefaciente o alucinógena. Es bueno de vez en cuando. A veces. O siempre).




Este post es un pequeño homenaje a Jean Baudrillard. De hecho, como ustedes saben, todo el blog lo es. Hoy el texto lo pondrá directamente él. Transcribo aquí unas líneas de El intercambio simbólico y la muerte, en las que de una forma tan bellísima como demoledora destruye la empresa que occidente emprendió desde que inventó un nuevo mundo y lo invistió mediante la disociación de la vida y la muerte, el Hombre y la Naturaleza, el Sujeto y el objeto, lo salvaje y lo civilizado, la teoría y la práctica… un mundo al que proclamó como el verdadero, el real, el único posible. Aunque Baudrillard utiliza los ejemplos concretos de la lingüística, el marxismo y el psicoanálisis (estos últimos, con todas sus variantes estructuralistas, esquizo, etc. poseían una enorme influencia cuando escribió estas líneas) todo lo que dice de ellos vale en todo momento para el resto de ciencias, saberes, poderes, el conjunto de la praxis y las prácticas: sus palabras nos recuerdan que lo simbólico siempre acecha en el frío corazón de nuestros sistemas; su habla plena siempre resuena en nosotros mismos y nuestras vidas.
 
Jean Baudrillard, El intercambio simbólico y la muerte (págs. 250-252 de la horrible edición en español de Monte Ávila):
 
O. Mannoni lo dice muy bien en “La elipse y la barra” en Clefs pour l'imaginaire, p. 35: “La lingüística nace de la barra que instaura entre significante y significado, y parece que corre el peligro de morir de su reunión, la cual nos remite precisamente a las conversaciones corrientes de la vida. Es esa barra saussuriana la que ha permitido renovar por completo la teoría lingüística. Igualmente, mediante el concepto de una infraestructura material opuesta a la “superestructura”, el marxismo ha fundado algo así como un análisis “objetivo” y revolucionario de la sociedad. El corte funda la ciencia. Es asimismo de la distinción entre teoría y práctica que nace una “ciencia”, una racionalidad de la práctica: la organización. Toda ciencia, toda racionalidad, dura lo que dura ese corte. La dialéctica no hace sino adaptarlo formalmente, no lo elimina jamás. Dialectizar la infra y la superestructura, la teoría y la práctica, o bien el significante y el significado, la lengua y el habla: vano esfuerzo de totalización. La ciencia vive de ese corte, y muere con él. Es por esto que la práctica corriente no científica, tanto lingüística como social, es en cierto modo revolucionaria, porque no hace esta clase de distinciones. Al igual que nunca ha hecho la distinción del alma y el cuerpo, mientras que toda la filosofía y la religión dominantes no vivían sino de esa distinción, tampoco ahora la práctica social, inmediata, “salvaje”, la nuestra, la de todos, hace distinción de la teoría y la práctica, de la infra y de la superestructura; es de por sí, impremeditadamente, transversal, más allá de la racionalidad, burguesa o marxista. La teoría, la “buena” teoría marxista, no analiza nunca esta práctica social real, analiza el objeto que ella se atribuye por disociación de esta práctica en una infra y una superestructura, o bien analiza el campo social que se atribuye a través de la disociación entre teoría y práctica. Nunca se integrará a esta “práctica”, porque aquella no existe sino de haberla viviseccionado. Afortunadamente esta práctica sí comienza a integrarse en ella y a sobrepasarla. Pero entonces, se acabó el materialismo dialéctico e histórico. De igual modo, la práctica lingüística inmediata, cotidiana, la de la palabra y del “sujeto hablante”, no tiene en cuenta la distinción entre el signo y el mundo (ni la del significante y el significado, ni lo arbitrario del signo, etc.). Benveniste lo dice y lo reconoce, pero a título informativo, puesto que es el estadio que la ciencia precisamente supera y deja atrás: sólo le interesa el sujeto lingüístico, el sujeto de la lengua, que es al mismo tiempo el sujeto del saber: él, Benveniste. En alguna parte, sin embargo, es el otro quien tiene razón, el que habla más acá de la distinción del signo y del mundo, en plena “superstición”; es cierto que en lo esencial, sabe más, y con él cada uno de nosotros, y el propio Benveniste sabe más de ello que el lingüista Benveniste. Porque la metodología de la separación del significante y del significado no vale más que la metodología de la separación del alma y el cuerpo. Es el mismo imaginario aquí y allá. En un caso, el psicoanálisis (1) lo ha mostrado, en el otro, lo poético también lo muestra. Pero en el fondo no ha habido nunca necesidad del psicoanálisis ni de lo poético: nadie lo creyó nunca, fuera de los propios sabios y los lingüistas, como nadie creyó jamás en la determinación en última instancia por lo económico, fuera de los cientifistas de la economía y sus críticos marxistas.
 
Virtualmente, pero literalmente hablando, no ha habido nunca sujeto lingüístico, no es ni siquiera cierto de nosotros los que hablamos cuando no hacemos otra cosa que reflejar pura y simplemente ese código de la lingüística. Igualmente, no ha habido jamás sujeto económico, homo economicus: esa ficción no ha sido nunca inscrita en ninguna parte, sino en un código. Igualmente no ha habido nunca sujeto de la conciencia, y por lo mismo, tampoco sujeto del inconsciente. En la práctica más simple, siempre ha habido algo que atraviesa esos modelos de simulación, que son todos modelos racionales; ha habido siempre una radicalidad ausente de todos esos códigos, de todas esas racionalizaciones “objetivas” que en el fondo nunca han dado lugar más que a un solo gran sujeto: el sujeto del saber, cuya forma esta destrozada desde hoy, desde ahora, por el habla indivisa (2). En el fondo, cualquiera sabe siempre más de eso que Descartes, que Saussure, que Marx, que Freud”.


 
(1) Pero atención: todo esto vale para el propio psicoanálisis. Él también vive del corte entre procesos primarios y secundarios, y morirá del fin de esa separación. Es cierto que el psicoanálisis es “científico” y “revolucionario” cuando explora todo el campo de las conductas a partir de ese corte (del inconsciente). Pero quizá un día se percibirá que la práctica real, total, inmediata, no obedece a ese postulado, a ese modelo de simulación analítica; que la práctica simbólica está de entrada más allá de la distinción procesos primarios/secundarios. Ese día, el inconsciente y el sujeto del inconsciente, el psicoanálisis y el sujeto del saber (psicoanalítico) habrán vivido en provecho del campo simbólico (el campo analítico habrá desaparecido en cuanto tal, en la separación que él establece a su vez). Podemos ver por muchos signos que esto ya tiene lugar.
 



(2) Esta palabra no tiene nada que ver con la acepción lingüística del término “habla”, tomada dentro de la oposición lengua/habla, en la que está sometida a la lengua. El habla indivisa (simbólica) niega la distinción lengua/habla; como la práctica social indivisa niega la distinción teoría/práctica. Sólo la palabra “lingüística” no dice lo que dice, pero tal palabra no ha existido nunca, sino en el diálogo de los muertos. El habla concreta, actual, dice lo que dice, y todo lo demás al mismo tiempo. No observa la ley de discreción del signo, de separación de las instancias, sino que habla a todos los niveles al tiempo, mejor aún: deshace el nivel de la lengua y, por tanto, de la lingüística misma. Esta en cambio, trata de imponer una palabra que sólo sea la ejecución de la lengua, es decir, el discurso del poder.


martes, 20 de noviembre de 2012

AURA O EL ECO DE LOS MUNDOS SALVAJES (III): SOBRE EL PODER


1930 Africa Shilluk Warriors Village Hugo A. Bernatzik


"…su irreprimible creencia en que poder y victimización serían reversibles."          
Simon Simonse: Kings of Disaster.


El habla plena es la ontología desplegada por el habla, el gesto y el movimiento humanos en tanto que formas fundamentales de revelación de un mundo inmaterial, no productivo y no representativo, organizado según reglas como la dualidad, la reversibilidad, la fecundidad o el ciclo, y cuyo operador es el ritual (1). Es un fenómeno social y al mismo tiempo la forma de articular socialmente un mundo. Ella, en la que en propiedad la voz, el gesto o el pensamiento como datos separados no existen y sólo aparecen como subproductos históricos resultantes de su destrucción, ha sido la forma dominante en la creación, organización y modo de vida de las configuraciones sociales pasadas y todavía lo es en muchas de las actuales; sus diferentes universos han sido creados y habitados merced a los poderes desplegados por la inconsútil mixtura del gesto y la voz, por la praxis basada en la obligación dual que instaura el intercambio simbólico, cuyas redes enhebran el mundo y constituyen su clausura: el despliegue del tacto, la invocación, el movimiento, la dualidad ineluctable que por definición se entabla en el trato con los existentes -en definitiva la sensibilidad de un “cuerpo” y un“habla” que jamás son medios ni están escindidos- revelan la totalidad de los conocimientos, prácticas, saberes y experiencias necesarias para habitar el mundo. Se trata siempre de cuerpos, hablas, gestos y una sensibilidad socialmente generados, auralmente implicados, inmaterialmente inmersos, ni objetiva ni subjetivamente mediados en el trato del grupo consigo mismo y con el resto de existentes que forman el cosmos.El mundo engendra el habla plena y a su vez, todo lo humano, sea "material" o "ideal", nace de ella.


Tanto parte como generadora, el habla plena despliega las propiedades de una ontología y una fisicalidad tales que permiten la permeabilidad física y ontológica de los existentes, un orden en el que reverberan o transitan unos en otros como lo haría la transparencia resonante de los seres en el mito. Destruida en provecho de la instauración de los diferentes códigos de la “oralidad”, la “mente”, la “percepción”, el “cuerpo” y tantos otros, para nosotros sólo ocupa un ámbito restringido de la praxis humana reservado a redes de interacción de poco alcance y calado sociológico. En efecto, desde el punto de vista occidental el habla (entendida únicamente como “oralidad”, como dispositivo de la función-comunicación) y elementos comúnmente asociados tales como el “sensorium” (concebido como dispositivo biológico de los sentidos) o el gesto (visto como mero acto biomecánico) son incapaces de crear la totalidad de un mundo, de una ontología y fisicalidad particulares (2). Nos es tremendamente difícil pensar la fuerza que poseen cuando en forma de habla plena constituyen la dominante de los mundos salvajes, ya que en nuestra cultura han sido históricamente reducidos, naturalizados, psicologizados, encerrados en la mónada individual, en la clausura ontofenomenológica del sujeto materializado, aislado e idéntico a sí mismo, toda vez que los centros de creación y control de mundo han sido desplazados a otras instancias diferidas, racionalizadas, objetivadas: en definitiva son desterrados a la periferia, concebidos como fenómenos no sociales pertenecientes al campo de la “naturaleza humana” y por tanto confinados en el territorio de lo“psicobiológico”, lo “psicosocial”; cuando consiguen un mejor estatuto, forman parte de alguna “teoría de la comunicación”; edulcorados, malviven encerrados en el mundo del arte y lo "estético". Sus efectos no podrían ser nunca creadores de mundos.

Sabemos que no ocurre así en aquellos regidos por el intercambio simbólico. En ellos aún reverbera el aura que Benjamin añoraba en la obra de arte: ésta resuena hasta en el más pequeño fragmento del salvaje universo.



Desde el punto de vista aural, el poder aparece cuando un individuo o grupo pasa a disponer de la vida del vencido en el tiempo para consagrarlo a un servicio, tributo, trabajo esclavo o asalariado: aparición de la estructura dominante-dominado y debilitamiento estratégico o en última instancia destrucción del ciclo consuntivo, sacrificial, de inmanencia y evanescencia aurales que exigen que a todo aquel que ha sido vencido se le dé muerte: “todo esto se aclara en la genealogía del esclavo. Primeramente, al prisionero de guerra se le da pura y simplemente muerte (es un honor que se le hace). Después, es ‘dejado a salvo’ y conservado (= servus) a título de botín y de trofeo: se convierte en esclavo y pasa a la domesticidad suntuaria. Es mucho después solamente cuando pasa al trabajo servil. Sin embargo, todavía no es un ‘trabajador’, porque el trabajo no aparece sino en la fase del siervo o esclavo emancipado, al fin liberado de la hipoteca de ser muerto, ¿y liberado por qué?, precisamente por el trabajo” (Baudrillard, 1993: 52-53). La nueva situación invierte las cosas; al vencido se le da la vida, y en ese mismo momento su muerte le es arrebatada; ya no le pertenece, ya no dispone de ella, al igual que a partir de entonces ya no puede perderse, intercambiarse en la ambivalencia del habla plena (de la misma forma, el animal que no es inmediatamente cazado y comido y pasa a ser conservado es domesticado. Es el inicio de la lenta objetivación de lo viviente). El movimiento cíclico de la reversibilidad, de la dualidad aural expresada como don y contradon, como paridad soberana que en última instancia enfrenta a muerte a los existentes es interrumpido en provecho de una única dirección, la del don unilateral de una vida que pasa a ser una muerte diferida en el trabajo. La finalidad de todo esto es la acumulación, el amontonamiento: desde su definición aural, simbólica, la esencia del poder es a imagen y semejanza de todo lo que es excluido del movimiento centrípeto e inclusivo de los intercambios (de ahí su relación histórica con la hechicería y magia negra); es lo que se acumula a muerte en tanto que residual, irreversible, unilateral, objetivado, opaco, material, lineal, identitario, autológico. Una vez consolidado puede organizar, distribuirse, vectorizarse en espacios, tiempos, prácticas; mediante el uso de lo que llamamos “fuerza” -esa propiedad reificada, oscura alquimia instanciada a partir de la escisión del grupo, que se posee y se ejerce desde nuevas instituciones- puede organizar, distribuirse, vectorizarse en espacios, tiempos, prácticas, todo ello encaminado a la persecución de su único objetivo, su razón de ser, la tarea de acumular al infinito: vida inmortal del soberano, riquezas, hombres, armas, rebaños, tierras. En este sentido el poder es siempre, ontológicamente, materialista: Michel Foucault escribió que el poder produce realidad, ámbitos de objetos. Hay que tomar esta afirmación al pie de la letra. Lo real es una ontología, y la objetividad y la objetivación del mundo avanzan de la mano del poder y la creatividad de sus relaciones de fuerza.


En un mundo de habla plena, vida y muerte son inextricables; ésta es vivida a cada instante en la guerra, los rituales, iniciaciones, funerales, fiestas, en los trabajos y los días, en definitiva en el devenir de la existencia propia, del grupo y del universo (son los muertos, los ancestros humanos o animales de un origen siempre vivo y presente en la actualización de los rituales quienes han dado al grupo las reglas necesarias para convivir); la vida es a su vez compañera inseparable de una muerte a la que abraza en plena ambivalencia para entrelazarse con ella en el ciclo cósmico de las apariciones y desapariciones. En eso consiste la soberanía. El poder destruye todo esto, acaba con la dualidad aural y los ciclos de los intercambios que garantizaban la jurisdicción del grupo sobre sí mismo; roba a los existentes su muerte para condenarlos a una vida desprovista de su contrapartida simbólica (3). Sobre esta nueva asimetría se asentará todo un nuevo sistema de intercambios: tributos, servidumbre, esclavitud –en nuestro mundo: trabajo asalariado y todo el sistema de prestaciones sociales que instaura un intercambio ficticio entre iguales, por supuesto ya no entre pares-. Estas simulaciones de restitución de la ambivalencia, de la simetría aural jamás pueden ser el contradon, la respuesta soberana al don inicial realizado por quien se halla en la posición de poder salvo que los dominados pongan en juego su vida soberanamente:  “rechazo a no ser muerto, a vivir en el plazo mortal del poder, rechazo a deber la vida  y a no ser librado jamás de esta vida, y a estar en la obligación de saldar ese crédito a largo plazo en la muerte lenta del trabajo, sin que esta muerte lenta cambie nada la dimensión abyecta, la fatalidad del poder … Es en el suspenso entre una vida y su propio fin, es decir, en la producción de una temporalidad literalmente fantástica y artificial (puesto que toda vida está ya, a cada instante, con su propia muerte, es decir, su finalidad realizada en el instante mismo), es en ese espacio descuartizado donde se instalan todas las instancias de represión y de control”. Hay que devolver inmediatamente esa vida envenenada que el poder entrega: sólo eso permite la reintroducción de la evanescencia aural en la estructura de dominación y la recuperación de la soberanía, proceso cuyo primer paso es aceptar la posibilidad de que la propia vida soberana pueda ser perdida para ser reencontrada.


En los mundos aurales el poder se halla disuelto en la sociedad. No está instanciado. En la auralidad “pura” el grupo tiene la jurisdicción de sí mismo. Como Clastres (1974: 134) nos indica, en las sociedades amerindias de las tierras bajas la jefatura no tiene autoridad, no tiene fuerza coercitiva; su “poder” es poder de palabra, precisamente impoder aural. Pero “poder” es aquí un término vacío, prótesis añadida y mistificadora (como “economía”, “religión”, “arte”, etc.): el “jefe” simplemente reproduce la transparencia entre el universo mítico-ritual y el grupo, habla plena inmanente e invariante del ser social, no alienada, no separada. Obligación del jefe de respetar y hacer respetar un discurso colectivo e inclusivo que le preexiste y que no es propiedad de nadie. Hasta ahí llegan sus prerrogativas, so pena de ser abandonado a su suerte o ejecutado. A diferencia de la esencia asocial del poder, el lazo social se comporta de la misma forma que el movimiento general del sistema: lo que le pretende escapar es integrado mediante el despliegue de una socialidad centrípeta que actúa por inclusión en las redes de intercambio simbólico, independientemente de su procedencia o intención. De este modo cuando el poder o su semilla han desafiado al grupo desde dentro se les ha respondido mediante el ejercicio de la palabra aural y colectiva, manteniendo la paridad simbólica, desplegándola abiertamente, en todo momento y en todos los aspectos; de cara al exterior, la guerra permanente (cf. Clastres, 1987) mantiene a su vez la dualidad aural entre los grupos, conjurando la dinámica explosiva que supondría la fusión, voluntaria o por la fuerza en comunidades mayores y la consiguiente instanciación del poder. Esta panoplia aural de resistencias se expresa por doquier en los mitos, los rituales, la dualidad, el don y el contradon, el vínculo aural inmanente con los ancestros y el cosmos, lo que se ha llamado lo “sagrado”, en la actualización de la esencia implosiva, sacrificial, evanescente, anagramática propia del mundo aural en el mismo corazón de la amenaza: de ahí ese impoder aural, suntuario, efímero, volátil, consuntivo, ya sea disuelto en el grupo o bien, en los casos en que su podredumbre avanza, consumido en una dualidad agonística a muerte contra una colectividad que le opone resistencia porque se sabe amenazada con la escisión, la servidumbre, la mutación ontológica hacia lo real. En una palabra: se trata siempre de la actualización a toda costa de la permeabilidad del intercambio pleno que es la ambivalencia aural, fuente de la soberanía, de la que la evanescencia, la disolución, la figura de la muerte son elementos fundamentales; se trata de preservar la intimidad con una muerte viva que evite la vida muerta del nuevo orden que el poder puede llegar a instituir. Es aquí el grupo y no el “jefe” quien juega con la ambivalencia soberana de la vida y la muerte; es él el poseedor del dominio sobre sí mismo y de la potestad de acabar con su portavoz. El grupo contiene la pérdida de su soberanía, de su paridad haciendo al jefe receptor de un don al que jamás podrá responder con otro de igual o superior calado: mujeres, palabra y el prestigio que de ello se deriva le convierten deliberadamente en una excepción, pero jamás deja de participar en el ciclo de intercambios; ello le obliga a ejercer tal prodigalidad que se convierte en una forma de servidumbre: “en tanto que deudor de riquezas y de mensajes, el jefe no traduce otra cosa que su dependencia en relación al grupo, y la obligación en la que se encuentra de manifestar a cada instante la inocencia de su función … el jefe, propietario de valores esenciales del grupo, es por esto mismo responsable ante él, y, por mediación de las mujeres es de alguna forma el prisionero del grupo” (Clastres, 1974: 41-42, nuestra traducción).


Cuando las redes simbólicas del habla plena empiezan a ser debilitadas por el veneno del poder, éste es contestado de otro modo: reconociéndolo como alteridad simbólica separada y al mismo tiempo como vórtice de rituales. Ello procurará al grupo el mantenimiento de la dualidad de un intercambio aural y a la vez seguir ejerciendo una estrategia de control. Probablemente en una fase concreta del movimiento de sociedades segmentarias en transformación, el principio de organización sociocósmico emanado del habla plena se ha visto amenazado de tal forma que por primera vez han sido abocadas a la instauración de un operador simbólico en cuya carne se restaure el tambaleante principio colectivo de inclusión dual y soberana: se trata de la figura del hombre-rey que permitirá, por el momento, disipar las tensiones que amenazan con la división social. Este “rey” es, cosa que el grupo jamás olvida, el disruptor de la paridad aural movido por la ambición y el deseo de acumulación, es quien se ha enfrentado a la regla simbólica que obliga a la incesante dispersión de los dones y contradones en el seno del grupo, que ha pretendido subvertir la transformación de toda parte maldita en riqueza simbólica, aural: entre los Moundang del Chad (Adler, 2007: 171-173) el autor de un crimen, incluido el asesinato, puede escapar a la justicia del grupo refugiándose en las tierras o propiedades de la realeza; a partir de entonces pasa a pertenecer al clan de los hombres del rey. Lo mismo ocurre con los prisioneros de guerra. Su crimen, su exterioridad, quedan impunes. El rey los acumula y los utiliza  para sus propósitos. Su poder se alimenta del resto: de lo que sustrae o escapa al orden social. Para los Lulubo de Sudán oriental el vientre es la parte del cuerpo que posee mayor carga simbólica en los sacrificios y la esfera del poder (cf. Simonse, 1992). En general a los animales sacrificados se les abre el vientre, de igual forma que si una enfermedad provoca su inflamación hasta provocar la muerte, el cadáver no es enterrado hasta que su abdomen ha sido abierto. Todo esto tiene especial significación en lo referente al rey: es sabido que cuando éste ejerce su poder de provocar sequías se delata porque algunas partes de su cuerpo se hinchan, en particular el vientre. Entre sus vecinos Bari, cuando fallece un rey o reina cuya vida ha sido pródiga en lluvias y bienes, por lo tanto en intercambios con el grupo, su cadáver -una vez ha sido objeto de los ritos que conjuran la irradiación del mal o posible venganza- es expuesto en una plataforma utilizada normalmente para secar el sorgo hasta que su abdomen se abre y los fluidos empiezan a derramarse sobre un esclavo situado bajo la misma, cuya tarea es advertir a la comunidad llegado ese momento: “al estallar el cuerpo se creía que la paz, la lluvia y el alimento se esparcirían por la tierra como ‘el aire de un balón pinchado’, tal como explicó un informante” (ibid.: 384, traducción nuestra). El acontecimiento se celebra con el kore, una danza asociada con el periodo de abundancia que sucede a la cosecha. Una vez sus huesos blanqueen, posteriores ritos los afirmarán como reliquias y el antiguo rey pasará a ser un aliado del grupo, un nuevo participante en el intercambio simbólico a quien se dirigirán ruegos y sacrificios. Por el contrario, en el caso de los reyes ejecutados, de los malos reyes, su vientre es abierto para apaciguar, mediante acciones y sustancias neutralizadoras, el mal que anida en sus entrañas; posteriormente su cadáver es  abandonado en la maleza. Una vez más, el poder aparece como la ruptura del dar y recibir, del disolverse en la evanescencia aural para erigirse en instancia de acumulación e irreversibilidad. Todo lo que en el cuerpo del rey es retenido en detrimento del grupo debe ser ineluctablemente revertido.  El abdomen debe ser abierto para que lo benéfico se reintegre al juego de los intercambios. Cuando el vientre del rey Bari revienta es cuando se considera que ha muerto verdaderamente, es decir, cuando todo lo que retenía acumulado unilateralmente es disuelto de nuevo en la auralidad del grupo. En estos contextos la estrategia del grupo es airear abiertamente su juego con el poder y de hacerlo a muerte, en la revuelta o en el regicidio dictado por las señales del cosmos. En última instancia, en el plano de la paridad simbólica, agonística, todo se reduce a esta fórmula: “Tú pretendes condenarnos a la servidumbre mediante el don de una vida sin esperanza, sometida; nosotros te honramos con el contradon de tu muerte celebrada desde nuestra soberanía”. Es el momento de las “realezas sagradas”, de la ejecución ritual del hombre-rey cuando sus fuerzas decaen, del enfrentamiento a muerte con aquel que aspira a sustituirle bajo la mirada ritual y festiva del grupo; expresiones todas ellas de la lucha, de la incesante venganza mortal que éste siempre reclama como respuesta al crimen que lo ha escindido. Cuando los congregados llaman “montón de estiércol” al que va a ser proclamado su rey, cuando su instauración pasa por cometer canibalismo, incesto, crímenes innombrables ritualizados que suponen la ruptura total de la permeabilidad aural, cuando es objeto de las prohibiciones y constricciones más obsesivas, cuando finalmente es estrangulado, degollado, enterrado o quemado vivo en plena y fasta exaltación colectiva es porque la soberanía del grupo aún no ha sido eliminada del todo; el habla plena aún puede ser desplegada en el desafío simbólico, en la dualidad jugada abiertamente, enfrentada a plena luz en un drama regulado por el mismo vaivén de la reversibilidad simbólica, ritualizada o simplemente actualizada a lo largo de las peripecias del juego social.


Hay un largo trayecto que va de este poder aural, inmaterial, al poder del soberano de los primeros estados, el poder disciplinario y el poder de disuasión contemporáneo (4). Pero la forma  simbólica del poder sigue siendo la misma: la vida no es palabra de habla plena si está escindida de la muerte, de la exposición, de la soberanía. Enfrentados a la forma del poder y su progresiva invasión de las diferentes formas de realización del mundo, los salvajes siempre han vendido cara su piel. La historia atestigua que el poder ha tomado definitivamente la senda de la autoexclusión y la ruptura, la división y la dominación, la objetivación. En Occidente ello ha implicado un largo proceso. Mientras tanto, en lo aural el poder aún debe jugar el juego que despliega el habla plena, como todas las cosas.
 
 
 
 
NOTAS:

Los guerreros fotografiados pertenecen al pueblo Shilluk, una sociedad organizada como "reino" que inmolaba a sus reyes cuando su vida entraba en declive.


(1) La obra de Baudrillard hace irrumpir en nuestro orden del discurso y de lo real la infección de lo que llama lo simbólico (la lógica de la dualidad, la ambivalencia) que desbarata y permite denunciar los efectos de un sistema que, a diferencia de sus formas pasadas, parece integrarlo todo reduciendo al mínimo todo conflicto. El poder pasa aparentemente de un conjunto de dispositivos (disciplinas, normalización, castigo) a otro basado en la permisividad, la solicitud, la liberación, la vida como referéndum constante, como elección a plena disposición del sujeto; características propias, según Baudrillard, de un nuevo orden de disuasión (al respecto, su análisis comparte gran cantidad de aspectos del Post-scriptum deleuziano, sólo que las ideas de Baudrillard sobre la cuestión anticipan en más o menos quince años al texto sobre las sociedades de control: a pesar de que la cuestión la tratará a lo largo de diversas obras publicadas en la década de los ’70, véanse las páginas 67-99 de El intercambio simbólico y la muerte). A primera vista lo anterior parecería una mutación profunda en la genealogía del poder. Pero éste prosigue su despliegue sin problemas, sin que haya alterado para nada sus propiedades formales, su código de división, abstracción, linealidad, irreversibilidad, disposición estructural, sistematización funcional, etc. (por cierto propiedades igualmente adoptadas -de forma acrítica e impensada- por los discursos revolucionarios o que promueven una alternativa a partir de la acción y la denuncia). Es ahí donde lo simbólico se muestra como forma heterogénea, alteridad radical a nuestros sistemas, cuyo mejor ejemplo “social” ha sido el de los Salvajes: el intercambio simbólico constituye una forma más fundamental que la socialidad, una singularidad siempre presente. Los conceptos de habla plena o auralidad intentan añadir nuevos matices a lo que Baudrillard dejó escrito sobre la cuestión. En este caso se tratará concretamente de la jurisdicción de lo simbólico sobre el poder cuando éste pretende ejercer su vocación de erigirse en instancia separada y separadora toda vez que inicia su lenta secreción de un orden de lo real y lo objetivo.


(2) La "oralidad" como aquí se concibe -radicalizada y desbordada en el "habla plena", lo cual la convierte en algo más, en una ontología- ha sido abordada de muchas formas, aunque en mi opinión dos de ellas -aunque posiblemente tangenciales comparadas con las investigaciones tradicionales sobre el tema- son las más imaginativas (ambas, junto con los estudios más "tradicionales" resuenan en este post): los escritos de Marshall McLuhan y Edmund Carpenter acerca del "espacio acústico" y la distinción que Deleuze y Guattari establecen entre el "espacio liso" y el "espacio estriado". En mi opinión el potencial de tales conceptos no ha sido tenido en cuenta.
 
(3) Acerca de lo simbólico tal como se muestra en las sociedades "primitivas": ver el post Aura o el eco de los mundos salvajes: el intercambio simbólico.

(4) El soberano asistido por la casta sacerdotal pasa a ser el único que puede actualizar la dualidad simbólica, la resonancia con los dioses y el universo que garantizan el orden social y cósmico: pese a instanciarse por encima de una sociedad dividida, pese a consolidarse como el ejercicio de un don unilateral e irreversible el poder todavía pone en acto la presencia ambivalente de la vida y la muerte en los ritos, los sacrificios, en los suplicios públicamente expuestos. En ellos aún se invoca la presencia de una muerte regeneradora de la permeabilidad aural; espectáculos crudos, vivos, presencia de la efervescencia aural en la inmediatez de la ejecución o en los ritos que marcan los calendarios. Su propia inmolación ya no tiene lugar, es desviada hacia una víctima sustitutoria; corolario lógico del cumplimiento inexorable de la esencia acumulativa del poder, cuya desatada inercia despliega una trascendencia del soberano a imagen del calado de sus ahora inmensas fuerzas: en tanto que superviviente del orden regicida ha vencido a la muerte inmediata a manos del grupo y ha pasado a acumular el botín que son las muertes de sus súbditos para arrojarlos a una vida servil; en ese momento, único dueño de su propia muerte, conquista la inmortalidad: se convierte en el Gran Acumulador de tiempo, de eternidad; él mismo es un dios o bien se proyecta en una divinidad superior a la que tratará como su par simbólico. Mientras, fuera de los muros del palacio los dominados, desposeídos de las reglas que instituyen la obligación simbólica, “liberados” de la actualización de la auralidad son arrojados a la objetivación, la racionalidad medios-fines, las estructuras desritualizadas que poco a poco pasan a administrar lo social y a hacerse cargo del mundo mismo. Se da paso a la separación entre un campo “sagrado” y otro “profano”, entre lo “religioso” y lo “político”; más tarde aparecerán otras separaciones ramificadas al infinito: la del alma y el cuerpo, la de lo masculino y lo femenino, la del bien y la del mal, etc., que perpetúan las estructuras de separaciones iniciadas con la ruptura de la ambivalencia aural (Baudrillard, 1993: 149).
El poder disciplinario descrito por Foucault, que arranca en la “época clásica” y que desde hace tiempo está en vías de desaparición, inclina definitivamente la balanza a favor de la materialización del mundo; en esta nueva mutación, que el poder produce realidad es más cierto que nunca, ya que éste coincide con la nueva fuerza de la producción: la realidad deviene algo producido. Sus objetivos son la proliferación totalitaria de una vida excluida con precisión quirúrgica de la muerte, sus mecanismos son los de la explosión, la expansión, la irreversibilidad inoculada incluso a nivel capilar; reviste la forma de las fuerzas que despliegan e invisten un nuevo mundo real, material: él es su brazo armado. Impone a los sujetos una movilización jamás vista hasta entonces. Es por eso que precisa a toda costa eliminar toda ambivalencia, toda resonancia con la muerte de unas poblaciones cifradas en la escritura de la estadística. Hoy este poder intersticial, saturador, subjetivador de los cuerpos  mediante dispositivos de ortopraxis está siendo transformado, sustituido por nuevas formas de dominación; éstas ya no se basan en las energías, las mecánicas y las relaciones de fuerza constitutivas de las disciplinas “tradicionales”, sino que se ejercen como estrategias de disuasión, de lo lúdico o lo psicológico (cf. los trabajos de Baudrillard).   ¿Qué hay de la Revolución y de la contestación al sistema? Ésta es el dispositivo central de nuestros sistemas explosivos, cinéticos, históricos, el corazón moviente de la ontología productiva y representacional. En este sentido hay que ver el espacio perspectivo, el espacio-tiempo de la Historia –por otra parte ya caduco- no como una disposición de sus elementos que tiende hacia el mal llamado “punto de fuga”, sino a la inversa: lo producido y representado despliega su movimiento de materialización hacia nosotros. Si bien normalmente sólo vemos el foco de convergencia donde confluyen las líneas, los vectores o hilos que conforman el escenario de lo representado -su dimensionalidad “real”- podemos no obstante conceptualizarlo como el no lugar, el vacío implosivo irrepresentable del que lo real surge por hemorragia invadiéndonos, ubicándonos y asignándonos como nuevas figuras dispuestas en el espacio-tiempo que crea su movimiento de expansión ilimitada.  Lo que era pues el foco de convergencia se desplegaría entonces como campo de divergencia, de barrido centrífugo, abanico de dispersión de una realidad que coloniza todo a su paso (en este sentido el trompe-l’oeil es, por exacerbación, el desenmascaramiento de la engañifa de ese orden). Y la revolución va en el mismo sentido. La dinámica de nuestro sistema  es de crisis-intensificación revolucionaria. La revolución es la dinámica misma de proliferación y diseminación de una civilización ayer instituida como motora, hoy como mundo eléctrico y nuclear. Institucionalización del cambio perpetuo: si la crisis es la velocidad de crucero del sistema, la revolución (la propia del sistema y la de los “revolucionarios”) es su vuelta de tuerca, una aceleración hasta el paroxismo que siempre reconfigura los contenidos respetando las propiedades formales -los códigos- a nivel fundamental. En ella se aceleran e intensifican los efectos de las propiedades del sistema de forma que se altera su ritmo crítico normal, pero jamás varía el objetivo que está en su naturaleza: producir más y nueva realidad; expansión, acumulación, siempre más inoculación de deseo, saber y poder, siempre más realidad. No hay diferencia entre la máquina de vapor y las masas que asaltan el Palacio de Invierno. Ambas son cristalizaciones termodinámicas generadas por nuestra clausura basada en la diseminación ad infinitum. No hay diferencia entre las redes informacionales mundiales, la neurociencia y lo rizomático o las comunas: todas ellas son cristalizaciones eléctricas, implosivas, capilares, microfísicas, que perpetúan la lógica de proliferación de un sistema que vive de la expansión y la acumulación -hoy en el nivel micro, celular y subatómico-, de la no restricción. Quienes detentan el poder y los que se le oponen son los ritualistas intercambiables de la (micro)razón política, sus sacerdotes y sus hechiceros.


BIBLIOGRAFIA:
 
Adler, Alfred: “La guerra y el estado primitivo”, en Abensour, Miguel (Ed.): El espíritu de las leyes salvajes: Pierre Clastres o una nueva antropología política; Ediciones del Sol, Buenos Aires, 2007, orig. 1987.
 
Baudrillard, Jean: El intercambio simbólico y la muerte; Monte Ávila, Caracas, 1993, orig. 1976.
 
Clastres, Pierre: La Société contre l’État: Recherches d’anthropologie politique; Éditions de Minuit, Paris, 1974.
 
Clastres, Pierre: Investigaciones en antropología política; Gedisa, Barcelona, 1987, orig. 1980.
 
Simonse, Simon: Kings of Disaster: Dualism, Centralism and the Scapegoat King in Southern Sudan; E. J. Brill, Leiden, 1992.

jueves, 18 de octubre de 2012

AURA O EL ECO DE LOS MUNDOS SALVAJES (II): EL INTERCAMBIO SIMBOLICO

El intercambio simbólico es la encarnación en lo social de la ontología de este mundo aural, la forma social de desplegar el habla plena como red inclusiva, un orden de relaciones que hilvanan la totalidad. Amalgamado por su permeabilidad fundamental, lo simbólico actualiza una proxemia ontológica radical que forma un continuum de redes de parentesco, alianza y obligación, un todo denso, centrípeto e indiviso desplegado por la multiplicidad de los existentes. Las manifestaciones rituales son los vórtices a través de los que se genera y controla la permanencia y el ritmo mismo del universo, la alternancia reversible de su contracción y expansión, el vaivén dual que actuando a todos los niveles garantiza la permanencia de la permeabilidad del mundo. Este orden que constituye lo social y organiza socialmente el universo fue “la dominante secreta de las sociedades primitivas y tradicionales. Configuraciones no expansivas, no centrífugas: centrípetas –pluralidades singulares que no apuntan jamás a lo universal, centradas sobre un proceso cíclico, el ritual, y tendiendo a involucionar en ese proceso no representativo, sin instancia superior, sin polaridad disyuntiva, sin por ello derrumbarse sobre ellas mismas (…) Las sociedades primitivas vivieron así de una implosión dirigida -murieron cuando dejaron de dominar ese proceso, y bascularon entonces hacia el de la explosión (demografía, o excesos de producción irreductibles, procesos de expansión indominables, o pura y simplemente cuando la colonización los inició violentamente en la norma expansiva y centrífuga de los sistemas occidentales)” (Baudrillard, 1987: 165-166).
 

En el plano ontológico los existentes no son las identidades tautológicas, positividades instanciadas y clausuradas entre sí que conocemos en nuestro mundo; tampoco son materialidades que opongan resistencia en el sentido de la física; no son objetividades que interactúan según las leyes y limitaciones de nuestras concepciones físicas o filosóficas de la materia, la causalidad, el espacio y el tiempo. En lo aural no hay espacio, tiempo o materia alguna que contenga a los existentes en sí mismos y simultáneamente los separe unos de otros, una distancia que deba ser recorrida material o conceptualmente para salvar la separación que sustenta su clausura identitaria, su fisicalidad o materialidad: los existentes son el propio espacio, por lo que se está en el mundo sin mediación, actuando inevitablemente a través de ellos y a la inversa (1); se trata de una reciprocidad y reversibilidad continua: “las líneas entre especies y clases, incluso entre hombre y animal, son líneas de fusión, no fisión, y nada tiene una apariencia simple o invariable”, como señala Carpenter a propósito de los Inuit. Propiamente hablando en los mundos aurales no hay ni materia ni realidad objetiva alguna. Los salvajes han revelado un mundo sin necesidad de realizarlo. Todos los existentes, las cosas, los elementos mismos, el fuego, el agua, la tierra, el aire son momentos distintos, heterogéneos, de la disolución continua de la positividad, de la clausura, del valor (Baudrillard, 1992: 267). Si para nosotros toda materia es una materia prima, una fuerza productiva (2) en los mundos salvajes toda materialidad (del lenguaje, de las cosas, de las personas, del mundo) es una anécdota efímera: lo que no es permeable es eventualmente un desecho y es abandonado, eliminado, es inferior a un excremento pues al menos éste, como los cabellos o las uñas puede ser objeto de magia debido a su resonancia, su permeabilidad (3). Sin embargo a largo plazo constituye un terrible peligro: la objetivación del universo es resultado de la destrucción de es transparencia, lo que abre la puerta a la instauración de la materia y por ende de la excrecencia incontrolable de lo que no puede intercambiarse simbólicamente, llevando al sistema al bloqueo y a su estallido o asfixia finales.
 


Ya hablemos de “animismo”, “totemismo” u otras ontologías salvajes el cosmos está poblado por sustancias permeables, inmediatas, aurales. El cuerpo, el operador inmaterial que el grupo crea en lo que llamaríamos el nivel individual no existe ni como dato “natural”  ni como “identidad”: es otra cosa, “una especie de sustancia sacrificial que no se opone a ninguna otra sustancia, ni al alma ni a cualquier otro valor espiritual. En las culturas en las que el cuerpo es puesto en juego continuamente en el ritual (…) es la baza de una constante reversibilidad. Es una sustancia que puede moverse a través de otras formas, animales, minerales y vegetales (…) la forma animal, la forma humana y la forma divina se intercambian según una regla de las metamorfosis en la que cada una de ellas deja de estar circunscrita a su definición” (ibid., 2002: 25-26). Los hombres y el resto de existentes poseen “cuerpos” e “identidades” ambivalentes puesto que son permeables tanto en el interior de ellos mismos como en su relación con los demás; éstos se metamorfosean constantemente unos en otros, tal como por ejemplo ocurre en el perspectivismo amerindio (4). Por el contrario nuestra cultura visual-material anclada en el principio de realidad cierra y crea mediante este acto nuestro cuerpo, negando la apertura del individuo ya desde su misma piel: lo que de nosotros es más dado a la exposición y por tanto ofrecido en el habla plena del intercambio simbólico –pero entonces ya no sería una “epidermis”: el cuerpo de los salvajes no pertenece ontológicamente al orden de la biología, al igual que jamás está desnudo aunque muestre todo su cuerpo- es la impenetrable armadura que sella la identidad material del sujeto (5). Mediante el despliegue por parte del grupo de la permeabilidad simbólica se revela un cuerpo que no es material sino aural, el único que posee existencia “real”, que se ha convertido en existente resonante mediante el habla plena de los ritos y las pruebas, las fórmulas, los objetos, las prácticas que constituyen el esfuerzo del grupo para hacer aparecer los cuerpos como  material simbólico, como cajas de resonancia en las que vibra el universo entero. Tal es el sentido de las marcas iniciáticas, las modificaciones corporales, las posesiones, las pinturas corporales cuyos diseños en muchos casos son indiferentes a las formas del cuerpo; éste no posee significación alguna a menos que se dé existencia aural a la carne en el ver y el tocar que supone la entrega al grupo, a los dioses, a las potencias del mundo para seducirse mutuamente gracias al despliegue de la apertura del habla plena en la que toda identidad, toda clausura es consumida. En este imperio de las formas flexibles y reversibles el cuerpo es siempre metamórfico, como atestiguan las figuras de la magia y los rituales; éstos implican siempre la actualización de un cambio, de un devenir de las formas. La metamorfosis depende de la inmaterialidad aural de los existentes y es la característica “dinámica” –en tanto que transformación- que afecta directamente a la “corporeidad” de los mismos. Con la ritualidad, la magia, todo puede “mezclarse” con todo, puede intervenir en todo porque no tratamos con “materia”; la carne, los sentidos, los gestos: decimos que todo ello es transparencia evanescente que se consume en su despliegue transversal, a través de todos los existentes en una intercambiabilidad soluble por su propia “irrealidad”. Jamás se “es” algo cerrado que “está” en un punto concreto, sino que (con el ritual adecuado) se puede ser virtualmente cualquier cosa y estar en cualquier parte (6). Se trata de una subversión de todo lo que nosotros entendemos como cualquier tipo de definición cerrada, discreta de los existentes en términos de su identidad, materialidad, categoría, posición en cualquier escala social, natural, etc. y las relaciones entre ellos; sólo cuando se detiene el juego de las formas aparecen el sentido y la metáfora, acompañados del principio de realidad y la Ley.

 
En tanto que justamente ignora la identidad cerrada de los existentes, siempre expuestos al mundo por su intrínseca permeabilidad aural, el habla plena implica por definición a un otro soberano con quien entramos en la alternancia, el dar y devolver entre pares, una reversibilidad regulada a través del intercambio simbólico. Los existentes viven la ambivalencia de un cara a cara en el que se está obligado a responder: la dualidad o paridad es la forma básica de la relación simbólica (6) y tomará la forma de un pacto o rivalidad marcados por una moral del honor, la obligación y la reciprocidad: “muchas, tal vez todas las culturas orales o que conservan regustos orales dan a los instruidos una impresión extraordinariamente agonística en su expresión verbal y de hecho en su estilo de vida (…) No sólo en el uso dado al saber, sino también en la celebración de la conducta física, las culturas orales se revelan como agonísticamente programadas (…) Cuando toda comunicación verbal debe ser por palabras directas, participantes en la dinámica de ida y vuelta del sonido, las relaciones interpersonales ocupan un lugar destacado en lo referente a la atracción y, aún más, a los antagonismos” (Ong, 1996: 50-51, cursivas nuestras). La dualidad del habla plena explica este carácter “agonístico” observado en muchos rasgos de las culturas salvajes, a la vez que es consustancial al principio de soberanía: sólo los existentes soberanos poseen un “estilo de vida agonístico” en tanto que inequivalentes, heterogéneos y sin embargo abiertos al juego del mundo, a las peripecias del intercambio simbólico. Si nuestra socialidad es la del contrato o la psicología que vincula a individuos separados abstractos, particulares y equivalentes, el pacto es una obligación entre existentes soberanos e inequivalentes, alteridades irreductibles puestas en plena ambivalencia, en la transparencia inmediata de su inmaterialidad: jamás se puede dejar de responder, pues todo habla en el habla plena. Por lo tanto en el mundo aural todos los existentes, las piedras, los animales, la hierba, pueden entrar en lo simbólico realmente, sin metáfora. Las pinturas corporales de constelaciones son el intercambio simbólico, la transparencia ambivalente de los cuerpos con los astros; los tatuajes, el uso del ocre, de sangre, son la fusión con el grupo; la utilización medicinal de pinturas u otras sustancias de la mano de los mitos y fórmulas rituales desencadena la fuerza sanadora mediante la actualización de la pertenencia al grupo y al universo, la desinstanciación, la disolución del nudo, de la opacidad que suponía la enfermedad respecto a la transparencia del grupo consigo mismo, del cuerpo enfermo, del mundo y sus intercambios organizados; las conchas del kula encarnan (en sentido literal) la relación dual, la ambivalencia que une a los pares en el intercambio. Todo actúa de tal forma que podría decirse que está “vivo”, que posee “vida”, puesto que interviene en el mundo con todas las propiedades ontológicas de los mismos humanos. Sin embargo esto no significa -salvo tal vez para la antropología- que los primitivos se hallen sumergidos en el panvitalismo animista: “el intercambio simbólico no excluye entidad alguna: animales, plantas, minerales, hombres (vivos y muertos) participan activamente en los ciclos vitales, como compañeros legítimos del intercambio. La ideología occidental ha llamado a este proceso ‘animismo’ porque aferrada a su principio exclusivo de realidad, separa radicalmente la vida de la muerte y porque comprende el intercambio simbólico con otros seres o con los muertos como una proyección imaginaria de la vida (Sodré, 2004: 130, cursivas nuestras). Cuando Occidente afirma la existencia de la superstición animista y la descifra en nombre del saber científico (7) se oculta magistralmente a sí mismo que él es el único animista en todo esto, que es él quien sostiene e impone su ideología de la vida como instancia o positividad omniponente (lo que ha llevado entre otras muchas cosas a la instauración del biopoder). Se trata una vez más de otra de las ideologías que proyectamos sobre los salvajes para a continuación “descubrirlas” entre ellos como “dato objetivo”. Por los mismos motivos, la causa que se esgrime como la explicación "racional" subyacente a las prácticas animistas -el llamado "pensamiento antropomorfo" que fundamenta también otras ontologías primitivas como el totemismo o el analogismo- cae dentro del campo de la misma crítica : también él es hijo de nuestro orden de lo real que funda la “objetividad” y “materialidad” de los términos en tanto que escindidos porque contempla su “objeto” en un solo sentido, porque es incapaz de abordar la vida en los mundos aurales como parte de una contrapartida simbólica con su desaparición, su consumación, su evanescencia en el juego de la reversibilidad que pone en acto el intercambio simbólico del mundo. Cuando la vida y la muerte separadas, cuanto todas las polaridades que proceden de esta matriz se disuelven en lo aural, en lo simbólico, podemos constatar que los movimientos que penetran o “proyectan” lo humano en lo no humano se producen también en sentido contrario. De repente dejamos de ver a los animales, los vegetales, las cosas y los fenómenos como meros ectoplasmas antropomorfos surgidos de la mente humana para contemplarlos como manifestaciones soberanas, heterogéneas, independientes, indiferentes o no según las circunstancias, según su capricho a los hombres, con quienes deben compartir su vida en el continuum del mundo aural. La soberanía es el dinamismo ontológico de los existentes que está más allá de nuestra matriz “vida-muerte” o cualquier oposición homóloga. El mundo es activo e intencional; no existe el concepto de un mundo “objetivo”, de una “naturaleza” que en tanto que objeto actúa sin objeto; todo fenómeno, lo animado e inanimado, el nacimiento, las catástrofes “naturales”, el bien, el mal o la muerte son presencias, acontecimientos, revelaciones nunca neutras ni indiferentes, son consecuencia de una relación social que no sólo implica al grupo, sino engloba al universo mismo (cuando son rotas la transparencia, la permeabilidad, el orden cósmico organizado por el intercambio simbólico, es porque justamente se ha entrometido algo que corre el riesgo de objetivarse: una opacidad, un nudo –éste es usado en magia negra- que obstruye el intercambio y por tanto es peligroso). Mientras que para nosotros está fundamentalmente fuera de nuestro alcance acceder a lo aural, al habla plena simbólica –salvo en los inofensivos campos de lo “estético” o de la psicología, en particular la infantil- ella permite a los salvajes entrar en intercambio con todos los existentes, establecer alianzas, pactos de implicación en profundidad, de inmersión “audiotáctil”, movimientos que permiten la penetración no sólo de lo humano en el mundo, sino también la contrapartida simbólica: el animal proporciona alimento a cambio de proteger su proliferación gracias al ritual, pero igualmente tanto él como el resto de existentes (las plantas, los astros, el trueno) son compañeros y protagonistas en los mitos, maestros, amantes; máscaras, pinturas, danzas, estrategias de caza les introducen como pares entre los hombres. Se trata siempre de un movimiento reversible: se deviene animal, estrella o laurel en la misma medida que éstos devienen simultáneamente humanos; tal es la regla de la ambivalencia simbólica. Se ha dicho que los animales eran buenos para pensar; también son buenos para entrar con ellos en intercambio, para emparentarse, para aliarse, para enfrentárseles, para cambiar de forma, para aprender de sus enseñanzas, para diferenciarse.
 
 
NOTAS:


(1)A la manera como las entidades despliegan su propio espacio en el llamado "espacio acústico" –McLuhan, Carpenter-; al igual  que en éste, el espacio no es una dimensión preexistente en o dentro de la que uno está.

 

(2)Como Baudrillard nos dice, “su concepto no surge sino en función de un orden de producción” (Interc. Simb., págs. 265-266, n. 17). Por lo demás, los conceptos de “materia” o “cosa” no pertenecen a “realidad” alguna: son conceptos idealistas, creados por el propio pensamiento idealista dominante; el materialismo los ha hecho suyos acríticamente, incorporándolos como conceptos clave en su proyecto de traspasar el velo de los signos a fin de “descubrir” lo “real” en su “pureza”; grave error: sólo ha llevado a cabo la crítica de los contenidos del idealismo pero el patrón, el código de disyunción, la forma estructural que los polariza, que separa lo ideal y lo material, la mente y el cuerpo, el hombre y la naturaleza queda intacto: gracias a ello el idealismo triunfa invirtiendo la jerarquía de los términos –ahora es “materialista”, lo que no le afecta en nada- y logra perpetuarse (de un modo algo irónico, pues lo ha conseguido gracias a los creyentes “neoidealistas” en la materia bruta) manteniendo estratégicamente la estructura de separación, que es su principio de realidad.

 

(3)Se trata en definitiva de un mundo sin residuo y desde luego sin residuos materiales, puesto que toda materialidad desechada es “reabsorbida” por el “medio” -la introducción del plástico y otras materias no degradables ha sido uno de los cánceres que asesinan a las sociedades tradicionales, un resto perenne que se amontona sin sentido, toda una novedad en culturas de restricción y no acumulación-. Un residuo aún peor es el amontonamiento de imágenes televisivas, de palabras y mensajes de los media, de la abstracción de la identidad, derechos, obligaciones, etc. en que se les sumerge; todo eso, que tampoco es intercambiable simbólicamente, se apila y satura a su alrededor como otras tantas formas de basura mental, moral o como se le quiera llamar, y tiene consecuencias en los recién creados cuerpos y mentes de los que ingresan en el orden real.

 

(4)El perspectivismo (Viveiros de Castro) se aproxima a lo aural, pero en el último instante lo mantiene impensado. Concepto de grandes posibilidades pero presa de sus propios conceptos realistas, su movimiento se detiene en el momento en que justamente permite pensar la cuestión de la ambivalencia, del intercambio simbólico, de la permeabilidad, de la auralidad: jamás se pregunta por el estatuto ontológico de los existentes y sus transformaciones; jamás se interroga si el existente puede ser otro en él mismo, puesto que en última instancia todo se reduce a una topografía conceptual cuyos cambios meramente posicionales provocan las diferentes “perspectivas” que son más “efectos” que cambios de ser; de esta forma la hipótesis permanece dentro de la clausura de nuestro orden de lo real.

 

(5)Esta piel que incluso “biológicamente” hablando no cierra nada en tanto que es  “porosa, agujereada, orificial, donde el cuerpo no se acaba, y que sólo la metafísica establece como línea de demarcación del cuerpo” es negada, ocultada metafísicamente “en provecho de una segunda piel no porosa, sin exudación ni excreción, ni caliente ni fría (es ‘fresca’, es ‘tibia’: climatización óptima), sin granos ni asperezas (es ‘dulce’, es ‘aterciopelada’), sin espesor propio (la ‘transparencia de la tez’), sobre todo, sin orificio (es ‘lisa’). Funcionalizada como un revestimiento de celofán. Todas estas cualidades (frescura, suavidad, transparencia), son cualidades de clausura; grado cero resultante de la denegación de los extremos ambivalentes” (Baudrillard, Interc. Simb., págs.122-123).

 

(6)McLuhan precisamente escribió en La Aldea Global que el “espacio acústico” es “un lugar adecuado para el nacimiento de las metamorfosis”.

 

(7)Homóloga a la yuxtaposición y no subordinación de las frases característica de la “oralidad primaria” -ésta es parte de lo simbólico en tanto que disuelta en la totalidad que es el habla plena-.

 

(8)Antes racista, hoy humanista: en el pasado el animismo era muestra de inferioridad racial, hoy sólamente de inferioridad cultural barnizada de relativismo.

 
 
 
 
 
BIBLIOGRAFIA:
 
Baudrillard, Jean:
El intercambio simbólico y la muerte; Monte Avila, Caracas, orig. 1976.
Cultura y simulacro; Kairós, Barcelona, 1987, orig. 1978.
Contraseñas; Anagrama, Barcelona, 2002, orig. 2000.
 
Ong, Walter:
Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra, Fondo de Cultura Económica; México, D. F., 1996, orig. 1982.
 
Sodré, Muniz:
“La subversion infime du symbolique”, en L’Herne: Baudrillard (núm. 84, textos bajo la dirección de François L’Yvonnet); Éditions de l’Herne, París, 2004.
 
 
 
 
 

martes, 2 de octubre de 2012

AURA O EL ECO DE LOS MUNDOS SALVAJES (I)

El habla plena es la ontología desplegada por el habla, el gesto y el movimiento humanos en tanto que formas fundamentales de revelación de un mundo inmaterial, no productivo y no representativo, organizado según reglas como la dualidad, la reversibilidad, la fecundidad o el ciclo, y cuyo operador es el ritual. Es un fenómeno social y al mismo tiempo la forma de articular socialmente un mundo. Ella, en la que en propiedad la voz, el gesto o el pensamiento como datos separados no existen y sólo aparecen como subproductos históricos resultantes de su destrucción, ha sido la forma dominante en la creación, organización y modo de vida de las configuraciones sociales pasadas y todavía lo es en muchas de las actuales; sus diferentes universos han sido creados y habitados merced a los poderes desplegados por la inconsútil mixtura del gesto y la voz, por la praxis basada en la obligación dual que instaura el intercambio simbólico, cuyas redes enhebran el mundo y constituyen su clausura: el despliegue del tacto, la invocación, el movimiento, la dualidad ineluctable que por definición se entabla en el trato con los existentes -en definitiva la sensibilidad de un “cuerpo” y un “habla” que jamás son medios ni están escindidos- revelan la totalidad de los conocimientos, prácticas, saberes y experiencias necesarias para habitar el mundo. Se trata siempre de cuerpos, hablas, gestos y una sensibilidad socialmente generados, auralmente implicados, inmaterialmente inmersos, ni objetiva ni subjetivamente mediados en el trato del grupo consigo mismo y con el resto de existentes que forman el cosmos.El mundo engendra el habla plena y a su vez, todo lo humano, sea "material" o "ideal", nace de ella.

Tanto parte como generadora, el habla plena despliega las propiedades de una ontología y una fisicalidad tales que permiten la permeabilidad física y ontológica de los existentes, un orden en el que reverberan o transitan unos en otros como lo haría la transparencia resonante de los seres en el mito. Destruida en provecho de la instauración de los diferentes códigos de la “oralidad”, la “mente”, la “percepción”, el “cuerpo” y tantos otros, para nosotros sólo ocupa un ámbito restringido de la praxis humana reservado a redes de interacción de poco alcance y calado sociológico. En efecto, desde el punto de vista occidental el habla (entendida únicamente como “oralidad”, como dispositivo de la función-comunicación) y elementos comúnmente asociados tales como el “sensorium” (concebido como dispositivo biológico de los sentidos) o el gesto (visto como mero acto biomecánico) son incapaces de crear la totalidad de un mundo, de una ontología y fisicalidad particulares (1). Nos es tremendamente difícil pensar la fuerza que poseen cuando en forma de habla plena constituyen la dominante de los mundos salvajes, ya que en nuestra cultura han sido históricamente reducidos, naturalizados, psicologizados, encerrados en la mónada individual, en la clausura ontofenomenológica del sujeto materializado, aislado e idéntico a sí mismo, toda vez que los centros de creación y control de mundo han sido desplazados a otras instancias diferidas, racionalizadas, objetivadas: en definitiva son desterrados a la periferia, concebidos como fenómenos no sociales pertenecientes al campo de la “naturaleza humana” y por tanto confinados en el territorio de lo “psicobiológico”, lo “psicosocial”; cuando consiguen un mejor estatuto, forman parte de alguna “teoría de la comunicación”; edulcorados, malviven encerrados en el mundo del arte y lo "estético". Sus efectos no podrían ser nunca creadores de mundos.
 
Sabemos que no ocurre así en aquellos regidos por el intercambio simbólico. En ellos aún reverbera el aura que Benjamin añoraba en la obra de arte: ésta resuena hasta en el más pequeño fragmento del salvaje universo.





(1) La "oralidad" como aquí se concibe -radicalizada y desbordada en el "habla plena", lo cual la convierte en algo más, en una ontología- ha sido abordada de muchas formas, aunque en mi opinión dos de ellas -aunque posiblemente tangenciales comparadas con las investigaciones tradicionales sobre el tema- son las más imaginativas (ambas, junto con los estudios más "tradicionales" resuenan en este post): los escritos de Marshall McLuhan y Edmund Carpenter acerca del "espacio acústico" y la distinción que Deleuze y Guattari establecen entre el "espacio liso" y el "espacio estriado". En mi opinión el potencial de tales conceptos no ha sido tenido en cuenta.  

 

miércoles, 23 de mayo de 2012

REQUIEM POR LO REAL


Lo real es una construcción, una producción: el efecto de compresión y expansión de lo que se materializa. La materia es la sustancia y el resultado de la producción. Se trata de concebir los existentes como agregados de materia formados mediante la acción y manipulación -esto es, producción- de fuerzas que son “descubiertas”: generadas en el mismo movimiento de materialización. De esta forma se construye un mundo. Una vez éste consolida su estatuto ontológico, con el tiempo se puede especular al infinito y transformar la naturaleza de los agregados, jugando con ellos pasando de montones a estructuras, de estructuras a sistemas y relaciones, de la acción y reacción al feedback, de la materia y la energía a los códigos, de lo newtoniano a los universos einsteiniano y cuántico, en resumen de la producción a la reproducción en un movimiento continuo. Producir realidad es un trabajo y todo trabaja para producir más realidad: hoy su simulacro, cuando la brutal crisis en la que nos hallamos nos devuelve la angustia por lo necesario, lo útil, lo concreto, el valor de uso (la realidad sólo existe cuando tenemos problemas. Lo real es el reino de la angustia. No es más que el reino de la necesidad en el que se nos encierra a la mayoría. Pero más allá todo es posible).

Lo real se constituye mediante la fuerza y por la fuerza. La energía es el producto de la aplicación de esa fuerza y se manifiesta de muchas formas (mecánica, electromagnética, atómica, química; pero también aparece con la aplicación de fuerzas sobre los sujetos. En ese caso también se le suele llamar poder). “Energía” proviene del griego ergon, “obra”, “resultado final”. Con la adición del prefijo en su significado pasó a ser “fuerza interna” y a estar en actividad desplegando esa fuerza, pero también estar agitado, encendido: energoumenos: la creencia en lo real y la energía nos ha convertido a todos en unos energúmenos.

La aplicación de la fuerza, de la presión y agregación generan la densidad, el espesor, la masa de las entidades: la clausura de un mundo material genera identidades, existentes cerrados que permanecen y perseveran según esa identidad. Son reales. Son objetivos. En el pasado la fuerza era el despliegue de una voluntad: del soberano, de los dioses, de los hombres, del mundo. Se fundamentaba en la autoridad. En nuestra civilización la fuerza se considera un fenómeno objetivo que se da en lo existente en general, no depende de volición alguna sino que forma parte de la constitución de los objetos y es por ello clave en la noción realista del universo. Fuerza y realidad están vinculados; lo real opone resistencia.

La presión y la cristalización implican también la creación de una sociedad y un orden de opresión, re-presión sobre algo o alguien. Con el advenimiento de lo real aparece lo social (y lo político) cuyo principio de realidad se basa en la dominación bajo el peso de un nuevo régimen  represivo que al mismo tiempo que se despliega constituye el cuerpo social.

El objetivo oculto de la producción es producir realidad: ésta es la resultante de la instauración de un modo –mejor: un mundo- de producción que es a la vez un modo de vida. La compresión de lo humano bajo este orden genera el sujeto y las disciplinas adecuadas para mantenerlo contenido e identificado. Como hemos dicho, la clausura de lo material genera identidades objetivas: El sujeto es a la vez un objeto.

La compresión, la contención y la clausura material permiten la dimensionalidad, que se expresa mediante cifras. Espacio y tiempo mensurables son conquistas de la materialización. Ese espacio es siempre cerrado; asimismo el tiempo va siempre de la mano de la compresión, y siempre es limitado. El concepto de infinito es tan sólo un horizonte, posiblemente aberrante –es decir, un efecto colateral anómalo- resultado de la contradicción entre la cifra y la clausura por un lado y la verdadera naturaleza del mundo por otro: insustancial, infinita, incalculable, ininteligible. En el fondo siempre se trata de arrinconar esa verdad en un punto de fuga neblinoso e inalcanzable para que funcione como coartada –prueba- de la existencia de lo real.

En tanto que modo de producción el orden real materializa también el pensamiento. Lo real es también una escritura, una imagen, una esfera de la cultura, de lo inmaterial, de las ideas: un modo de producción de significación oculto -como su contrapartida “material”- bajo los presupuestos metafísicos de un mundo objetivo anterior e independiente de las formas de representación del mismo. Hoy parece que lo escritural-visual (las pantallas, los lenguajes informáticos, los códigos –como el genético- etc.) y su capacidad de ir más allá de la producción simple mediante la reproducción por modelos está consolidando su dominio definitivo en la dirección del sistema.

Lo real tiene por vocación expandirse (Steigerung: el Aufhebung es sólo una modalidad primaria de lógica expansiva). En una primera fase es un sistema explosivo en el que fuerzas, materia, energía e identidades se organizan al principio como un sistema termodinámico, totalmente distinto de otras formas de organización presentes y pasadas y se desenvuelve a escala macroscópica. Lo microscópico avanza sólo tímidamente. Finalmente el primero encuentra escollos en su movimiento: el sistema basado en la expansión de la energía mediante la fuerza de trabajo cuyo reflejo era un mundo en expansión se encuentra con la tasa decreciente del rendimiento (Marx), fenómeno que se da en todos los niveles y también naturalmente en la producción de bienes y de significación, al igual que la entropía es la caída tendencial de la energía en el horizonte de los sistemas termodinámicos. La saturación de realidad impone un movimiento implosivo, como atestigua el actual triunfo de las nanotecnologías, la microfísica o la microbiología, también la globalización. Ambos dominios, el macro y el micro comienzan a violar las leyes de identidad, no contradicción y tercero excluido. Relativismo y desorden entrópico actúan cada vez con más fuerza en el mundo social y físico. Se produce la emergencia de un nuevo nivel de organización. Es heredero del anterior y se está desplegando actualmente. A partir de ahora trataremos con otro orden que ya no es exactamente el de la realidad, pero que vivimos y analizamos con las herramientas inadecuadas del caduco orden real.