martes, 20 de noviembre de 2012

AURA O EL ECO DE LOS MUNDOS SALVAJES (III): SOBRE EL PODER


1930 Africa Shilluk Warriors Village Hugo A. Bernatzik


"…su irreprimible creencia en que poder y victimización serían reversibles."          
Simon Simonse: Kings of Disaster.


El habla plena es la ontología desplegada por el habla, el gesto y el movimiento humanos en tanto que formas fundamentales de revelación de un mundo inmaterial, no productivo y no representativo, organizado según reglas como la dualidad, la reversibilidad, la fecundidad o el ciclo, y cuyo operador es el ritual (1). Es un fenómeno social y al mismo tiempo la forma de articular socialmente un mundo. Ella, en la que en propiedad la voz, el gesto o el pensamiento como datos separados no existen y sólo aparecen como subproductos históricos resultantes de su destrucción, ha sido la forma dominante en la creación, organización y modo de vida de las configuraciones sociales pasadas y todavía lo es en muchas de las actuales; sus diferentes universos han sido creados y habitados merced a los poderes desplegados por la inconsútil mixtura del gesto y la voz, por la praxis basada en la obligación dual que instaura el intercambio simbólico, cuyas redes enhebran el mundo y constituyen su clausura: el despliegue del tacto, la invocación, el movimiento, la dualidad ineluctable que por definición se entabla en el trato con los existentes -en definitiva la sensibilidad de un “cuerpo” y un“habla” que jamás son medios ni están escindidos- revelan la totalidad de los conocimientos, prácticas, saberes y experiencias necesarias para habitar el mundo. Se trata siempre de cuerpos, hablas, gestos y una sensibilidad socialmente generados, auralmente implicados, inmaterialmente inmersos, ni objetiva ni subjetivamente mediados en el trato del grupo consigo mismo y con el resto de existentes que forman el cosmos.El mundo engendra el habla plena y a su vez, todo lo humano, sea "material" o "ideal", nace de ella.


Tanto parte como generadora, el habla plena despliega las propiedades de una ontología y una fisicalidad tales que permiten la permeabilidad física y ontológica de los existentes, un orden en el que reverberan o transitan unos en otros como lo haría la transparencia resonante de los seres en el mito. Destruida en provecho de la instauración de los diferentes códigos de la “oralidad”, la “mente”, la “percepción”, el “cuerpo” y tantos otros, para nosotros sólo ocupa un ámbito restringido de la praxis humana reservado a redes de interacción de poco alcance y calado sociológico. En efecto, desde el punto de vista occidental el habla (entendida únicamente como “oralidad”, como dispositivo de la función-comunicación) y elementos comúnmente asociados tales como el “sensorium” (concebido como dispositivo biológico de los sentidos) o el gesto (visto como mero acto biomecánico) son incapaces de crear la totalidad de un mundo, de una ontología y fisicalidad particulares (2). Nos es tremendamente difícil pensar la fuerza que poseen cuando en forma de habla plena constituyen la dominante de los mundos salvajes, ya que en nuestra cultura han sido históricamente reducidos, naturalizados, psicologizados, encerrados en la mónada individual, en la clausura ontofenomenológica del sujeto materializado, aislado e idéntico a sí mismo, toda vez que los centros de creación y control de mundo han sido desplazados a otras instancias diferidas, racionalizadas, objetivadas: en definitiva son desterrados a la periferia, concebidos como fenómenos no sociales pertenecientes al campo de la “naturaleza humana” y por tanto confinados en el territorio de lo“psicobiológico”, lo “psicosocial”; cuando consiguen un mejor estatuto, forman parte de alguna “teoría de la comunicación”; edulcorados, malviven encerrados en el mundo del arte y lo "estético". Sus efectos no podrían ser nunca creadores de mundos.

Sabemos que no ocurre así en aquellos regidos por el intercambio simbólico. En ellos aún reverbera el aura que Benjamin añoraba en la obra de arte: ésta resuena hasta en el más pequeño fragmento del salvaje universo.



Desde el punto de vista aural, el poder aparece cuando un individuo o grupo pasa a disponer de la vida del vencido en el tiempo para consagrarlo a un servicio, tributo, trabajo esclavo o asalariado: aparición de la estructura dominante-dominado y debilitamiento estratégico o en última instancia destrucción del ciclo consuntivo, sacrificial, de inmanencia y evanescencia aurales que exigen que a todo aquel que ha sido vencido se le dé muerte: “todo esto se aclara en la genealogía del esclavo. Primeramente, al prisionero de guerra se le da pura y simplemente muerte (es un honor que se le hace). Después, es ‘dejado a salvo’ y conservado (= servus) a título de botín y de trofeo: se convierte en esclavo y pasa a la domesticidad suntuaria. Es mucho después solamente cuando pasa al trabajo servil. Sin embargo, todavía no es un ‘trabajador’, porque el trabajo no aparece sino en la fase del siervo o esclavo emancipado, al fin liberado de la hipoteca de ser muerto, ¿y liberado por qué?, precisamente por el trabajo” (Baudrillard, 1993: 52-53). La nueva situación invierte las cosas; al vencido se le da la vida, y en ese mismo momento su muerte le es arrebatada; ya no le pertenece, ya no dispone de ella, al igual que a partir de entonces ya no puede perderse, intercambiarse en la ambivalencia del habla plena (de la misma forma, el animal que no es inmediatamente cazado y comido y pasa a ser conservado es domesticado. Es el inicio de la lenta objetivación de lo viviente). El movimiento cíclico de la reversibilidad, de la dualidad aural expresada como don y contradon, como paridad soberana que en última instancia enfrenta a muerte a los existentes es interrumpido en provecho de una única dirección, la del don unilateral de una vida que pasa a ser una muerte diferida en el trabajo. La finalidad de todo esto es la acumulación, el amontonamiento: desde su definición aural, simbólica, la esencia del poder es a imagen y semejanza de todo lo que es excluido del movimiento centrípeto e inclusivo de los intercambios (de ahí su relación histórica con la hechicería y magia negra); es lo que se acumula a muerte en tanto que residual, irreversible, unilateral, objetivado, opaco, material, lineal, identitario, autológico. Una vez consolidado puede organizar, distribuirse, vectorizarse en espacios, tiempos, prácticas; mediante el uso de lo que llamamos “fuerza” -esa propiedad reificada, oscura alquimia instanciada a partir de la escisión del grupo, que se posee y se ejerce desde nuevas instituciones- puede organizar, distribuirse, vectorizarse en espacios, tiempos, prácticas, todo ello encaminado a la persecución de su único objetivo, su razón de ser, la tarea de acumular al infinito: vida inmortal del soberano, riquezas, hombres, armas, rebaños, tierras. En este sentido el poder es siempre, ontológicamente, materialista: Michel Foucault escribió que el poder produce realidad, ámbitos de objetos. Hay que tomar esta afirmación al pie de la letra. Lo real es una ontología, y la objetividad y la objetivación del mundo avanzan de la mano del poder y la creatividad de sus relaciones de fuerza.


En un mundo de habla plena, vida y muerte son inextricables; ésta es vivida a cada instante en la guerra, los rituales, iniciaciones, funerales, fiestas, en los trabajos y los días, en definitiva en el devenir de la existencia propia, del grupo y del universo (son los muertos, los ancestros humanos o animales de un origen siempre vivo y presente en la actualización de los rituales quienes han dado al grupo las reglas necesarias para convivir); la vida es a su vez compañera inseparable de una muerte a la que abraza en plena ambivalencia para entrelazarse con ella en el ciclo cósmico de las apariciones y desapariciones. En eso consiste la soberanía. El poder destruye todo esto, acaba con la dualidad aural y los ciclos de los intercambios que garantizaban la jurisdicción del grupo sobre sí mismo; roba a los existentes su muerte para condenarlos a una vida desprovista de su contrapartida simbólica (3). Sobre esta nueva asimetría se asentará todo un nuevo sistema de intercambios: tributos, servidumbre, esclavitud –en nuestro mundo: trabajo asalariado y todo el sistema de prestaciones sociales que instaura un intercambio ficticio entre iguales, por supuesto ya no entre pares-. Estas simulaciones de restitución de la ambivalencia, de la simetría aural jamás pueden ser el contradon, la respuesta soberana al don inicial realizado por quien se halla en la posición de poder salvo que los dominados pongan en juego su vida soberanamente:  “rechazo a no ser muerto, a vivir en el plazo mortal del poder, rechazo a deber la vida  y a no ser librado jamás de esta vida, y a estar en la obligación de saldar ese crédito a largo plazo en la muerte lenta del trabajo, sin que esta muerte lenta cambie nada la dimensión abyecta, la fatalidad del poder … Es en el suspenso entre una vida y su propio fin, es decir, en la producción de una temporalidad literalmente fantástica y artificial (puesto que toda vida está ya, a cada instante, con su propia muerte, es decir, su finalidad realizada en el instante mismo), es en ese espacio descuartizado donde se instalan todas las instancias de represión y de control”. Hay que devolver inmediatamente esa vida envenenada que el poder entrega: sólo eso permite la reintroducción de la evanescencia aural en la estructura de dominación y la recuperación de la soberanía, proceso cuyo primer paso es aceptar la posibilidad de que la propia vida soberana pueda ser perdida para ser reencontrada.


En los mundos aurales el poder se halla disuelto en la sociedad. No está instanciado. En la auralidad “pura” el grupo tiene la jurisdicción de sí mismo. Como Clastres (1974: 134) nos indica, en las sociedades amerindias de las tierras bajas la jefatura no tiene autoridad, no tiene fuerza coercitiva; su “poder” es poder de palabra, precisamente impoder aural. Pero “poder” es aquí un término vacío, prótesis añadida y mistificadora (como “economía”, “religión”, “arte”, etc.): el “jefe” simplemente reproduce la transparencia entre el universo mítico-ritual y el grupo, habla plena inmanente e invariante del ser social, no alienada, no separada. Obligación del jefe de respetar y hacer respetar un discurso colectivo e inclusivo que le preexiste y que no es propiedad de nadie. Hasta ahí llegan sus prerrogativas, so pena de ser abandonado a su suerte o ejecutado. A diferencia de la esencia asocial del poder, el lazo social se comporta de la misma forma que el movimiento general del sistema: lo que le pretende escapar es integrado mediante el despliegue de una socialidad centrípeta que actúa por inclusión en las redes de intercambio simbólico, independientemente de su procedencia o intención. De este modo cuando el poder o su semilla han desafiado al grupo desde dentro se les ha respondido mediante el ejercicio de la palabra aural y colectiva, manteniendo la paridad simbólica, desplegándola abiertamente, en todo momento y en todos los aspectos; de cara al exterior, la guerra permanente (cf. Clastres, 1987) mantiene a su vez la dualidad aural entre los grupos, conjurando la dinámica explosiva que supondría la fusión, voluntaria o por la fuerza en comunidades mayores y la consiguiente instanciación del poder. Esta panoplia aural de resistencias se expresa por doquier en los mitos, los rituales, la dualidad, el don y el contradon, el vínculo aural inmanente con los ancestros y el cosmos, lo que se ha llamado lo “sagrado”, en la actualización de la esencia implosiva, sacrificial, evanescente, anagramática propia del mundo aural en el mismo corazón de la amenaza: de ahí ese impoder aural, suntuario, efímero, volátil, consuntivo, ya sea disuelto en el grupo o bien, en los casos en que su podredumbre avanza, consumido en una dualidad agonística a muerte contra una colectividad que le opone resistencia porque se sabe amenazada con la escisión, la servidumbre, la mutación ontológica hacia lo real. En una palabra: se trata siempre de la actualización a toda costa de la permeabilidad del intercambio pleno que es la ambivalencia aural, fuente de la soberanía, de la que la evanescencia, la disolución, la figura de la muerte son elementos fundamentales; se trata de preservar la intimidad con una muerte viva que evite la vida muerta del nuevo orden que el poder puede llegar a instituir. Es aquí el grupo y no el “jefe” quien juega con la ambivalencia soberana de la vida y la muerte; es él el poseedor del dominio sobre sí mismo y de la potestad de acabar con su portavoz. El grupo contiene la pérdida de su soberanía, de su paridad haciendo al jefe receptor de un don al que jamás podrá responder con otro de igual o superior calado: mujeres, palabra y el prestigio que de ello se deriva le convierten deliberadamente en una excepción, pero jamás deja de participar en el ciclo de intercambios; ello le obliga a ejercer tal prodigalidad que se convierte en una forma de servidumbre: “en tanto que deudor de riquezas y de mensajes, el jefe no traduce otra cosa que su dependencia en relación al grupo, y la obligación en la que se encuentra de manifestar a cada instante la inocencia de su función … el jefe, propietario de valores esenciales del grupo, es por esto mismo responsable ante él, y, por mediación de las mujeres es de alguna forma el prisionero del grupo” (Clastres, 1974: 41-42, nuestra traducción).


Cuando las redes simbólicas del habla plena empiezan a ser debilitadas por el veneno del poder, éste es contestado de otro modo: reconociéndolo como alteridad simbólica separada y al mismo tiempo como vórtice de rituales. Ello procurará al grupo el mantenimiento de la dualidad de un intercambio aural y a la vez seguir ejerciendo una estrategia de control. Probablemente en una fase concreta del movimiento de sociedades segmentarias en transformación, el principio de organización sociocósmico emanado del habla plena se ha visto amenazado de tal forma que por primera vez han sido abocadas a la instauración de un operador simbólico en cuya carne se restaure el tambaleante principio colectivo de inclusión dual y soberana: se trata de la figura del hombre-rey que permitirá, por el momento, disipar las tensiones que amenazan con la división social. Este “rey” es, cosa que el grupo jamás olvida, el disruptor de la paridad aural movido por la ambición y el deseo de acumulación, es quien se ha enfrentado a la regla simbólica que obliga a la incesante dispersión de los dones y contradones en el seno del grupo, que ha pretendido subvertir la transformación de toda parte maldita en riqueza simbólica, aural: entre los Moundang del Chad (Adler, 2007: 171-173) el autor de un crimen, incluido el asesinato, puede escapar a la justicia del grupo refugiándose en las tierras o propiedades de la realeza; a partir de entonces pasa a pertenecer al clan de los hombres del rey. Lo mismo ocurre con los prisioneros de guerra. Su crimen, su exterioridad, quedan impunes. El rey los acumula y los utiliza  para sus propósitos. Su poder se alimenta del resto: de lo que sustrae o escapa al orden social. Para los Lulubo de Sudán oriental el vientre es la parte del cuerpo que posee mayor carga simbólica en los sacrificios y la esfera del poder (cf. Simonse, 1992). En general a los animales sacrificados se les abre el vientre, de igual forma que si una enfermedad provoca su inflamación hasta provocar la muerte, el cadáver no es enterrado hasta que su abdomen ha sido abierto. Todo esto tiene especial significación en lo referente al rey: es sabido que cuando éste ejerce su poder de provocar sequías se delata porque algunas partes de su cuerpo se hinchan, en particular el vientre. Entre sus vecinos Bari, cuando fallece un rey o reina cuya vida ha sido pródiga en lluvias y bienes, por lo tanto en intercambios con el grupo, su cadáver -una vez ha sido objeto de los ritos que conjuran la irradiación del mal o posible venganza- es expuesto en una plataforma utilizada normalmente para secar el sorgo hasta que su abdomen se abre y los fluidos empiezan a derramarse sobre un esclavo situado bajo la misma, cuya tarea es advertir a la comunidad llegado ese momento: “al estallar el cuerpo se creía que la paz, la lluvia y el alimento se esparcirían por la tierra como ‘el aire de un balón pinchado’, tal como explicó un informante” (ibid.: 384, traducción nuestra). El acontecimiento se celebra con el kore, una danza asociada con el periodo de abundancia que sucede a la cosecha. Una vez sus huesos blanqueen, posteriores ritos los afirmarán como reliquias y el antiguo rey pasará a ser un aliado del grupo, un nuevo participante en el intercambio simbólico a quien se dirigirán ruegos y sacrificios. Por el contrario, en el caso de los reyes ejecutados, de los malos reyes, su vientre es abierto para apaciguar, mediante acciones y sustancias neutralizadoras, el mal que anida en sus entrañas; posteriormente su cadáver es  abandonado en la maleza. Una vez más, el poder aparece como la ruptura del dar y recibir, del disolverse en la evanescencia aural para erigirse en instancia de acumulación e irreversibilidad. Todo lo que en el cuerpo del rey es retenido en detrimento del grupo debe ser ineluctablemente revertido.  El abdomen debe ser abierto para que lo benéfico se reintegre al juego de los intercambios. Cuando el vientre del rey Bari revienta es cuando se considera que ha muerto verdaderamente, es decir, cuando todo lo que retenía acumulado unilateralmente es disuelto de nuevo en la auralidad del grupo. En estos contextos la estrategia del grupo es airear abiertamente su juego con el poder y de hacerlo a muerte, en la revuelta o en el regicidio dictado por las señales del cosmos. En última instancia, en el plano de la paridad simbólica, agonística, todo se reduce a esta fórmula: “Tú pretendes condenarnos a la servidumbre mediante el don de una vida sin esperanza, sometida; nosotros te honramos con el contradon de tu muerte celebrada desde nuestra soberanía”. Es el momento de las “realezas sagradas”, de la ejecución ritual del hombre-rey cuando sus fuerzas decaen, del enfrentamiento a muerte con aquel que aspira a sustituirle bajo la mirada ritual y festiva del grupo; expresiones todas ellas de la lucha, de la incesante venganza mortal que éste siempre reclama como respuesta al crimen que lo ha escindido. Cuando los congregados llaman “montón de estiércol” al que va a ser proclamado su rey, cuando su instauración pasa por cometer canibalismo, incesto, crímenes innombrables ritualizados que suponen la ruptura total de la permeabilidad aural, cuando es objeto de las prohibiciones y constricciones más obsesivas, cuando finalmente es estrangulado, degollado, enterrado o quemado vivo en plena y fasta exaltación colectiva es porque la soberanía del grupo aún no ha sido eliminada del todo; el habla plena aún puede ser desplegada en el desafío simbólico, en la dualidad jugada abiertamente, enfrentada a plena luz en un drama regulado por el mismo vaivén de la reversibilidad simbólica, ritualizada o simplemente actualizada a lo largo de las peripecias del juego social.


Hay un largo trayecto que va de este poder aural, inmaterial, al poder del soberano de los primeros estados, el poder disciplinario y el poder de disuasión contemporáneo (4). Pero la forma  simbólica del poder sigue siendo la misma: la vida no es palabra de habla plena si está escindida de la muerte, de la exposición, de la soberanía. Enfrentados a la forma del poder y su progresiva invasión de las diferentes formas de realización del mundo, los salvajes siempre han vendido cara su piel. La historia atestigua que el poder ha tomado definitivamente la senda de la autoexclusión y la ruptura, la división y la dominación, la objetivación. En Occidente ello ha implicado un largo proceso. Mientras tanto, en lo aural el poder aún debe jugar el juego que despliega el habla plena, como todas las cosas.
 
 
 
 
NOTAS:

Los guerreros fotografiados pertenecen al pueblo Shilluk, una sociedad organizada como "reino" que inmolaba a sus reyes cuando su vida entraba en declive.


(1) La obra de Baudrillard hace irrumpir en nuestro orden del discurso y de lo real la infección de lo que llama lo simbólico (la lógica de la dualidad, la ambivalencia) que desbarata y permite denunciar los efectos de un sistema que, a diferencia de sus formas pasadas, parece integrarlo todo reduciendo al mínimo todo conflicto. El poder pasa aparentemente de un conjunto de dispositivos (disciplinas, normalización, castigo) a otro basado en la permisividad, la solicitud, la liberación, la vida como referéndum constante, como elección a plena disposición del sujeto; características propias, según Baudrillard, de un nuevo orden de disuasión (al respecto, su análisis comparte gran cantidad de aspectos del Post-scriptum deleuziano, sólo que las ideas de Baudrillard sobre la cuestión anticipan en más o menos quince años al texto sobre las sociedades de control: a pesar de que la cuestión la tratará a lo largo de diversas obras publicadas en la década de los ’70, véanse las páginas 67-99 de El intercambio simbólico y la muerte). A primera vista lo anterior parecería una mutación profunda en la genealogía del poder. Pero éste prosigue su despliegue sin problemas, sin que haya alterado para nada sus propiedades formales, su código de división, abstracción, linealidad, irreversibilidad, disposición estructural, sistematización funcional, etc. (por cierto propiedades igualmente adoptadas -de forma acrítica e impensada- por los discursos revolucionarios o que promueven una alternativa a partir de la acción y la denuncia). Es ahí donde lo simbólico se muestra como forma heterogénea, alteridad radical a nuestros sistemas, cuyo mejor ejemplo “social” ha sido el de los Salvajes: el intercambio simbólico constituye una forma más fundamental que la socialidad, una singularidad siempre presente. Los conceptos de habla plena o auralidad intentan añadir nuevos matices a lo que Baudrillard dejó escrito sobre la cuestión. En este caso se tratará concretamente de la jurisdicción de lo simbólico sobre el poder cuando éste pretende ejercer su vocación de erigirse en instancia separada y separadora toda vez que inicia su lenta secreción de un orden de lo real y lo objetivo.


(2) La "oralidad" como aquí se concibe -radicalizada y desbordada en el "habla plena", lo cual la convierte en algo más, en una ontología- ha sido abordada de muchas formas, aunque en mi opinión dos de ellas -aunque posiblemente tangenciales comparadas con las investigaciones tradicionales sobre el tema- son las más imaginativas (ambas, junto con los estudios más "tradicionales" resuenan en este post): los escritos de Marshall McLuhan y Edmund Carpenter acerca del "espacio acústico" y la distinción que Deleuze y Guattari establecen entre el "espacio liso" y el "espacio estriado". En mi opinión el potencial de tales conceptos no ha sido tenido en cuenta.
 
(3) Acerca de lo simbólico tal como se muestra en las sociedades "primitivas": ver el post Aura o el eco de los mundos salvajes: el intercambio simbólico.

(4) El soberano asistido por la casta sacerdotal pasa a ser el único que puede actualizar la dualidad simbólica, la resonancia con los dioses y el universo que garantizan el orden social y cósmico: pese a instanciarse por encima de una sociedad dividida, pese a consolidarse como el ejercicio de un don unilateral e irreversible el poder todavía pone en acto la presencia ambivalente de la vida y la muerte en los ritos, los sacrificios, en los suplicios públicamente expuestos. En ellos aún se invoca la presencia de una muerte regeneradora de la permeabilidad aural; espectáculos crudos, vivos, presencia de la efervescencia aural en la inmediatez de la ejecución o en los ritos que marcan los calendarios. Su propia inmolación ya no tiene lugar, es desviada hacia una víctima sustitutoria; corolario lógico del cumplimiento inexorable de la esencia acumulativa del poder, cuya desatada inercia despliega una trascendencia del soberano a imagen del calado de sus ahora inmensas fuerzas: en tanto que superviviente del orden regicida ha vencido a la muerte inmediata a manos del grupo y ha pasado a acumular el botín que son las muertes de sus súbditos para arrojarlos a una vida servil; en ese momento, único dueño de su propia muerte, conquista la inmortalidad: se convierte en el Gran Acumulador de tiempo, de eternidad; él mismo es un dios o bien se proyecta en una divinidad superior a la que tratará como su par simbólico. Mientras, fuera de los muros del palacio los dominados, desposeídos de las reglas que instituyen la obligación simbólica, “liberados” de la actualización de la auralidad son arrojados a la objetivación, la racionalidad medios-fines, las estructuras desritualizadas que poco a poco pasan a administrar lo social y a hacerse cargo del mundo mismo. Se da paso a la separación entre un campo “sagrado” y otro “profano”, entre lo “religioso” y lo “político”; más tarde aparecerán otras separaciones ramificadas al infinito: la del alma y el cuerpo, la de lo masculino y lo femenino, la del bien y la del mal, etc., que perpetúan las estructuras de separaciones iniciadas con la ruptura de la ambivalencia aural (Baudrillard, 1993: 149).
El poder disciplinario descrito por Foucault, que arranca en la “época clásica” y que desde hace tiempo está en vías de desaparición, inclina definitivamente la balanza a favor de la materialización del mundo; en esta nueva mutación, que el poder produce realidad es más cierto que nunca, ya que éste coincide con la nueva fuerza de la producción: la realidad deviene algo producido. Sus objetivos son la proliferación totalitaria de una vida excluida con precisión quirúrgica de la muerte, sus mecanismos son los de la explosión, la expansión, la irreversibilidad inoculada incluso a nivel capilar; reviste la forma de las fuerzas que despliegan e invisten un nuevo mundo real, material: él es su brazo armado. Impone a los sujetos una movilización jamás vista hasta entonces. Es por eso que precisa a toda costa eliminar toda ambivalencia, toda resonancia con la muerte de unas poblaciones cifradas en la escritura de la estadística. Hoy este poder intersticial, saturador, subjetivador de los cuerpos  mediante dispositivos de ortopraxis está siendo transformado, sustituido por nuevas formas de dominación; éstas ya no se basan en las energías, las mecánicas y las relaciones de fuerza constitutivas de las disciplinas “tradicionales”, sino que se ejercen como estrategias de disuasión, de lo lúdico o lo psicológico (cf. los trabajos de Baudrillard).   ¿Qué hay de la Revolución y de la contestación al sistema? Ésta es el dispositivo central de nuestros sistemas explosivos, cinéticos, históricos, el corazón moviente de la ontología productiva y representacional. En este sentido hay que ver el espacio perspectivo, el espacio-tiempo de la Historia –por otra parte ya caduco- no como una disposición de sus elementos que tiende hacia el mal llamado “punto de fuga”, sino a la inversa: lo producido y representado despliega su movimiento de materialización hacia nosotros. Si bien normalmente sólo vemos el foco de convergencia donde confluyen las líneas, los vectores o hilos que conforman el escenario de lo representado -su dimensionalidad “real”- podemos no obstante conceptualizarlo como el no lugar, el vacío implosivo irrepresentable del que lo real surge por hemorragia invadiéndonos, ubicándonos y asignándonos como nuevas figuras dispuestas en el espacio-tiempo que crea su movimiento de expansión ilimitada.  Lo que era pues el foco de convergencia se desplegaría entonces como campo de divergencia, de barrido centrífugo, abanico de dispersión de una realidad que coloniza todo a su paso (en este sentido el trompe-l’oeil es, por exacerbación, el desenmascaramiento de la engañifa de ese orden). Y la revolución va en el mismo sentido. La dinámica de nuestro sistema  es de crisis-intensificación revolucionaria. La revolución es la dinámica misma de proliferación y diseminación de una civilización ayer instituida como motora, hoy como mundo eléctrico y nuclear. Institucionalización del cambio perpetuo: si la crisis es la velocidad de crucero del sistema, la revolución (la propia del sistema y la de los “revolucionarios”) es su vuelta de tuerca, una aceleración hasta el paroxismo que siempre reconfigura los contenidos respetando las propiedades formales -los códigos- a nivel fundamental. En ella se aceleran e intensifican los efectos de las propiedades del sistema de forma que se altera su ritmo crítico normal, pero jamás varía el objetivo que está en su naturaleza: producir más y nueva realidad; expansión, acumulación, siempre más inoculación de deseo, saber y poder, siempre más realidad. No hay diferencia entre la máquina de vapor y las masas que asaltan el Palacio de Invierno. Ambas son cristalizaciones termodinámicas generadas por nuestra clausura basada en la diseminación ad infinitum. No hay diferencia entre las redes informacionales mundiales, la neurociencia y lo rizomático o las comunas: todas ellas son cristalizaciones eléctricas, implosivas, capilares, microfísicas, que perpetúan la lógica de proliferación de un sistema que vive de la expansión y la acumulación -hoy en el nivel micro, celular y subatómico-, de la no restricción. Quienes detentan el poder y los que se le oponen son los ritualistas intercambiables de la (micro)razón política, sus sacerdotes y sus hechiceros.


BIBLIOGRAFIA:
 
Adler, Alfred: “La guerra y el estado primitivo”, en Abensour, Miguel (Ed.): El espíritu de las leyes salvajes: Pierre Clastres o una nueva antropología política; Ediciones del Sol, Buenos Aires, 2007, orig. 1987.
 
Baudrillard, Jean: El intercambio simbólico y la muerte; Monte Ávila, Caracas, 1993, orig. 1976.
 
Clastres, Pierre: La Société contre l’État: Recherches d’anthropologie politique; Éditions de Minuit, Paris, 1974.
 
Clastres, Pierre: Investigaciones en antropología política; Gedisa, Barcelona, 1987, orig. 1980.
 
Simonse, Simon: Kings of Disaster: Dualism, Centralism and the Scapegoat King in Southern Sudan; E. J. Brill, Leiden, 1992.