La vida es revelación.
La música también: abre
mundo.
La realidad es más que el Orden real; incluye a éste y
la música es un modo de revelar esa realidad.
1) La verdadera “poesía” como experiencia profunda del
mundo se desencadena cuando lo que se muestra como un relámpago es esa realidad
en su no-clausura, fenómeno que siempre es vivido como “misterio” puesto que no
es inteligible ni nombrable. Ese “no-real objetivo” irrumpe, permea y disuelve
nuestro mundo de certezas y positividades, entre las que se halla el sujeto de
lo real. Y esa experiencia en profundidad es paradójica: me ausento de lo
real y soy simultáneamente consciente de esa ausencia, para perderme en
ella. Es una condición básica. Si no se da esta conciencia evanescente, si
no busco conscientemente la pérdida estoy perdido pero esta vez
realmente: en la banalidad de lo real. Debe haber conciencia, pero subordinada
al no-saber de la pérdida, de la disolución. Una vez se ha realizado el
(des)aprendizaje de la búsqueda de revelación no se puede volver atrás (en la
escucha, la ejecución con el instrumento, la comprensión de lo que se está
escuchando): todo lo que se “aprende” -escuchar, tocar y sobre todo sentir- se
interioriza de tal forma que ya no puede ser ignorado; es un nuevo nivel de
sabiduría.
A mayor complejidad y densidad
musical mayor revelación; ésta aumenta cuanto más lastre podemos soltar: a más
resonancias mayor percepción en la estrellada noche del no-saber, en la que
poseeremos la felinidad de los espíritus libres. Por lo tanto búsqueda de
densidad, inmersión y profundidad; despliegue de ecos, invocaciones, saturación,
paleta sonora, fibras del ser (“sonora” es una palabra tramposa, reveladora del
fetichismo materialista fisicalista y de la superstición de lo real que sustenta
nuestra cultura: el “sonido” es el concepto con el que podemos encerrar la
música en un compartimento estanco y manipularlo, a la vez que la convertimos en
un valor más).
2) La música como el habla es
irreductible, inaprehensible, escapa a cualquier definición clausuradora puesto
que es evanescencia: desaparece justamente mientras cobra existencia y nos
volatiliza en su movimiento cuando implosionamos en ella. Por tanto debe ser un
metalenguaje que integre y disuelva el orden real en el gran mundo
desobjetivándolo, envolviéndolo como las nubes envuelven una montaña y la
erosionan a través de las lluvias y los hielos, penetrando en ella para darle
forma y a la vez desmaterializarla, proceso que a pesar de ser imperceptible
ocurre... Debe ser un metafenómeno que haga implosionar las certezas del orden
real y las desborde en las peripecias de una realidad
radical.
Esa insustancialización o
desmaterialización se dará en mayor o menor grado según los recursos
semiológicos que usemos con el fin de desbordarlos: los signos son la cárcel de
los contenidos y por tanto deben ser violentados. Contracción extrema, océano,
inmersión: máxima concentración de “matices”, negación del espacio separado y
separador, apertura de lo simbólico (totalización inmanente e insensata que
evoluciona según un ritmo ineluctable) metonimización y metaforización
-proximidad del mundo, contigüidad de los tonos cercana a la indiferenciación-:
los acordes que presentan menor diferencia tonal en sus notas son por sinestesia
mental el equivalente a la contigüidad analógica de la metáfora en el
lenguaje (los tropos son los poderes sagrados del habla plena del mundo
convertidos en "recursos estilísticos"); ruptura de la identidad clara y
distinta de la armonía mediante la mezcla de efectos que alteran el sonido
perturbándolo e indiferenciando su pureza platónica, disolución de la separación
de los modos... Así Paul Zumthor comenta del blues que éste transmite su
“tristeza” con las “notas azules” “entre mayor y menor, equívocas”. Esta
referencia es interesante, mas algo anacrónica: se basa en el muy estandarizado
blues (por otra parte los estilos también tienen que ser desbordados). ¿Qué
diríamos entonces del hechizo de esas armonías y frases mágicas, implosivas,
intermedias, inclasificables, de esos pasajes alegremente melancólicos,
deprimentemente triunfales, bellamente terribles, intimistas y a la vez
saturados de exterioridad, de mundo, que han revelado posteriormente tantos
músicos?
Sólo así se siente la
alteridad.
3) Interiorizar una canción es
“cantar”, “tararear”: un acto de decodificación de letra y melodía. Decodificar
es también recitar la tabla de multiplicar, si bien en el primer caso el proceso
tiene algo más de juego, de iniciar y acabar algo que tiene cierto aire de
vivencia y simultáneamente del desciframiento que proporciona el placer de
desvelar una trama inexorablemente ligada. Pero la decodificación no es más que
la puesta en acción de un mecanismo. Tiene algo de un “dejarse llevar” pero no
es un disolverse, un perderse a uno mismo que es lo que permite la revelación,
la sensibilidad de estar en inteligencia, en complicidad con un mundo que nos
responde, que entra en el juego, que no es inerte ni silencioso. Nunca puede
compararse la simple decodificación con la revelación. Grado ínfimo de plenitud,
grado mísero de la vivencia, banal lectura de unas rimas que llevarse a la boca,
ese no es nuestro techo, es el de la tradición y hoy el de la industria.
Economía política de la música, como existe una economía política del
habla.
4) El texto es
el discurso que se cierne sobre la apertura infinita que la música es
capaz de operar y la restringe, la extermina. Fin de la apertura del mundo, de
la alteridad y grave error de desconocimiento. La música es apertura del ser:
por eso cuanto menos predominio del texto tanto mejor (lo que implica también el
paso a un segundo plano del “cantante” y su “voz”. El sujeto cartesiano debe
consumirse en el vértigo centrípeto de la densidad sonora). Vale para esta
música tiranizada por los textos -y por el tratamiento de ella misma como
"texto"- lo que escribía Artaud para el teatro: “un teatro que subordine al
texto la puesta en escena y la realización es un teatro de idiotas, de locos, de
invertidos, de gramáticos, de tenderos, de antipoetas, de
positivistas”.
Cerrar textualmente una música
siempre es empobrecerla, la inserta en la estrechez del lenguaje, clausura su
sentido en el significado del texto y del repertorio de acordes fijados. Pasa a
ser dependiente de una inscripción y como ella es materia muerta. No rompe el
“estado fragmentario del hombre” del que habla Bataille, homólogo al acto de
elección de un objeto que mediante ese gesto excluye inevitablemente a todos los
demás -por tanto también de toda otra posibilidad- lo que tiene por consecuencia
nuestra propia objetivación en lo real. Estado de fragmentación que en música
ocurre con la imposición del tema, de la forma, de la inevitable literalidad de
la letra, del lenguaje: elegimos el texto reduciendo lo innombrable fijándolo a
su sentido; todos los matices de la expresión quedan enmudecidos o canalizados
por una sola idea: es entonces cuando la música pierde su capacidad de
totalización y permanece en ese campo hecho de exclusiones al que completamente
ignorantes de otras posibilidades llamamos realidad, no salimos de ahí. Uno no
puede objetivarse en algo y “ser” plenamente perdiéndose. Nunca se va al límite.
Se vive en la supersticiosa calidez de las certezas: cada cosa en su lugar. Por
tanto para esa cándida música toda canción debe tener un “mensaje”, un “do” debe
ser un “do”.
Ante la mera decodificación
podemos aplicar el razonamiento baudrillardiano sobre la banalización que la
lingüística como "ciencia positiva" ha operado sobre el lenguaje: en lo poético
“se puede plantear la hipótesis de que el gozo es en función directa de esa
disolución de toda referencia positiva. El gozo es mínimo allí donde el
significado se produce inmediatamente como valor: en el discurso ‘normal’ de la
comunicación; palabra lineal y estacionaria, que se agota en la
descodificación”, economía política de la palabra y la música. Melodía estándar,
acompañamiento con los acordes de repertorio, voz y letra -el Sujeto-
vectorizando el conjunto y fijando el sentido: la literalidad de una mala
poesía. Pues ésta no es hacer metáforas hermosas, no es sólo hablar de lo mala o
bella que es la vida… Es saber conmover disolviendo, más allá del sentido de las
propias palabras. Sobra verborrea. Cada palabra debe ser un sol negro que imante
el mundo. Minimalismo del sentido, máxima apertura. Es un nivel más profundo que
incluye el silencio y puede rozar el delirio. En una música con "aura" el placer
no pertenece al orden del lenguaje: por eso decimos que
es inenarrable, inefable, que "nos quedamos sin palabras"; nos
inundamos y sumergimos en el no-saber, y ese placer (alegría, gozo, plenitud,
tristeza, depresión, erotismo, melancolía, violencia...) es directamente
proporcional al grado de revelación que la música es capaz de actualizar, al
grado en que puede conmover los límites en los que está encerrado el sujeto. En
el nivel banal tanto la música como la letra son decodificados como un juego de
baja intensidad, un pequeño desciframiento, un pequeño momento lúdico, con lo
que el misterio es entonces mínimo; ahí en esa mala música, todo está muy claro
y distinto, cartesiana y positivamente diáfano, diferenciado, bien temperado.
Dos y dos son cuatro.
Hay acordes que quieren contener
el mundo entero, armonías implosivas que hacen acto de resonancia totalizadora.
Es cuando el universo se devuelve a su estado de totalidad insensata: hacer esto
no implica afirmar una nueva verdad, pues la totalidad insensata no positiviza
nada ni forma sistema o polaridad alguna, ni con la verdad ni con lo que ésta
excluye. La totalidad insensata hace resplandecer el enigma y la inclusión de lo
verdadero y lo falso –y de todos los conceptos- en su implosión y
aniquilación.
Esta música y este pensamiento del
que hablamos es el que debemos preservar a toda costa. Pues ambos permiten
abolir la separación de las objetividades que constituyen nuestro mundo y forma
de vida; es lo único que puede llevar, como dice Bataille al “hombre completo”:
aquél que ha abolido toda instanciación, toda objetividad en favor de una
permeabilidad en la que ya nada está separado. La música debe ayudarle en la
búsqueda de esa posibilidad; debe ser como el pensamiento según Baudrillard: “un
agente provocador, que gestiona la ilusión por la ilusión … Tal vez sea
necesario aceptar dos niveles de pensamiento: un pensamiento causal y racional
... y otro nivel de pensamiento, mucho más radical, que formaría parte de un
destino secreto del mundo, del que sería una especie de estrategia
fatal”.
Un
pensamiento perdido…
Hay también una música para ese
nivel, sólo hay que buscar el camino: sabremos que estamos en él cuando, tras
nuestros pasos, nuestras huellas vayan borrándose una a
una…
Antonin Artaud:
El
teatro y su doble
Georges Bataille:
Sobre Nietzsche. Voluntad de suerte
Jean Baudrillard:
El
intercambio simbólico y la muerte
Contraseñas
Paul Zumthor:
Introduction à la poésie orale
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