martes, 6 de marzo de 2012

LA MUSICA CONTRA LA LETRA MUERTA

La vida es revelación.

La música también: abre mundo.

La realidad es más que el Orden real; incluye a éste y la música es un modo de revelar esa realidad.



1) La verdadera “poesía” como experiencia profunda del mundo se desencadena cuando lo que se muestra como un relámpago es esa realidad en su no-clausura, fenómeno que siempre es vivido como “misterio” puesto que no es inteligible ni nombrable. Ese “no-real objetivo” irrumpe, permea y disuelve nuestro mundo de certezas y positividades, entre las que se halla el sujeto de lo real. Y esa experiencia en profundidad es paradójica: me ausento de lo real y soy simultáneamente consciente de esa ausencia, para perderme en ella. Es una condición básica. Si no se da esta conciencia evanescente, si no busco conscientemente la pérdida estoy perdido pero esta vez realmente: en la banalidad de lo real. Debe haber conciencia, pero subordinada al no-saber de la pérdida, de la disolución. Una vez se ha realizado el (des)aprendizaje de la búsqueda de revelación no se puede volver atrás (en la escucha, la ejecución con el instrumento, la comprensión de lo que se está escuchando): todo lo que se “aprende” -escuchar, tocar y sobre todo sentir- se interioriza de tal forma que ya no puede ser ignorado; es un nuevo nivel de sabiduría.

A mayor complejidad y densidad musical mayor revelación; ésta aumenta cuanto más lastre podemos soltar: a más resonancias mayor percepción en la estrellada noche del no-saber, en la que poseeremos la felinidad de los espíritus libres. Por lo tanto búsqueda de densidad, inmersión y profundidad; despliegue de ecos, invocaciones, saturación, paleta sonora, fibras del ser (“sonora” es una palabra tramposa, reveladora del fetichismo materialista fisicalista y de la superstición de lo real que sustenta nuestra cultura: el “sonido” es el concepto con el que podemos encerrar la música en un compartimento estanco y manipularlo, a la vez que la convertimos en un valor más).



2) La música como el habla es irreductible, inaprehensible, escapa a cualquier definición clausuradora puesto que es evanescencia: desaparece justamente mientras cobra existencia y nos volatiliza en su movimiento cuando implosionamos en ella. Por tanto debe ser un metalenguaje que integre y disuelva el orden real en el gran mundo desobjetivándolo, envolviéndolo como las nubes envuelven una montaña y la erosionan a través de las lluvias y los hielos, penetrando en ella para darle forma y a la vez desmaterializarla, proceso que a pesar de ser imperceptible ocurre... Debe ser un metafenómeno que haga implosionar las certezas del orden real y las desborde en las peripecias de una realidad radical.

Esa insustancialización o desmaterialización se dará en mayor o menor grado según los recursos semiológicos que usemos con el fin de desbordarlos: los signos son la cárcel de los contenidos y por tanto deben ser violentados. Contracción extrema, océano, inmersión: máxima concentración de “matices”, negación del espacio separado y separador, apertura de lo simbólico (totalización inmanente e insensata que evoluciona según un ritmo ineluctable) metonimización y metaforización -proximidad del mundo, contigüidad de los tonos cercana a la indiferenciación-: los acordes que presentan menor diferencia tonal en sus notas son por sinestesia mental el equivalente a la contigüidad analógica de la metáfora en el lenguaje (los tropos son los poderes sagrados del habla plena del mundo convertidos en "recursos estilísticos"); ruptura de la identidad clara y distinta de la armonía mediante la mezcla de efectos que alteran el sonido perturbándolo e indiferenciando su pureza platónica, disolución de la separación de los modos... Así Paul Zumthor comenta del blues que éste transmite su “tristeza” con las “notas azules” “entre mayor y menor, equívocas”. Esta referencia es interesante, mas algo anacrónica: se basa en el muy estandarizado blues (por otra parte los estilos también tienen que ser desbordados). ¿Qué diríamos entonces del hechizo de esas armonías y frases mágicas, implosivas, intermedias, inclasificables, de esos pasajes alegremente melancólicos, deprimentemente triunfales, bellamente terribles, intimistas y a la vez saturados de exterioridad, de mundo, que han revelado posteriormente tantos músicos?



Sólo así se siente la alteridad.



3) Interiorizar una canción es “cantar”, “tararear”: un acto de decodificación de letra y melodía. Decodificar es también recitar la tabla de multiplicar, si bien en el primer caso el proceso tiene algo más de juego, de iniciar y acabar algo que tiene cierto aire de vivencia y simultáneamente del desciframiento que proporciona el placer de desvelar una trama inexorablemente ligada. Pero la decodificación no es más que la puesta en acción de un mecanismo. Tiene algo de un “dejarse llevar” pero no es un disolverse, un perderse a uno mismo que es lo que permite la revelación, la sensibilidad de estar en inteligencia, en complicidad con un mundo que nos responde, que entra en el juego, que no es inerte ni silencioso. Nunca puede compararse la simple decodificación con la revelación. Grado ínfimo de plenitud, grado mísero de la vivencia, banal lectura de unas rimas que llevarse a la boca, ese no es nuestro techo, es el de la tradición y hoy el de la industria. Economía política de la música, como existe una economía política del habla.

Lo esencial aquí es que de alguna manera como dice Baudrillard estamos hablando de “juegos de sociedad”; la mala música es muy similar, como lo son también “la mala poesía, la alegoría, o la música ‘figurativa’” -como lo es la música estandarizada-. Tales formas “remiten demasiado fácilmente a lo que ‘significan’, o no hacen más que metaforizarlo en otros términos” -como la canción se agota demasiado fácilmente en la literalidad del texto que encorseta toda posible disolución, como se agota en la positividad de los acordes cartesianos, académicos, en las reiteradas y reiterativas construcciones y escalas-: “así son las charadas, las adivinanzas o los trabalenguas, donde todo se acaba con el descubrimiento de la palabra clave”. Así es la inmensa mayoría de canciones con su “clave” que es el texto y sus previsibles y mínimos juegos melódicos, rítmicos o armónicos. “Pero este placer no tiene nada que ver con el gozo poético que es radical en una forma absolutamente diferente”; el disfrute “es infinito en el texto poético, porque ninguna cifra es aquí reencontrable, ningún desciframiento posible, nunca un significado que ponga fin al ciclo … la clave está definitivamente perdida … nada se descubre allí, nada se expresa ni nada se transparenta … Lo poético destruye todo pasaje hacia un límite final, toda referencia, toda clave. Disuelve el anatema, la ley que pesa sobre el lenguaje”, sobre todo “lenguaje”: por lo tanto también sobre la música. La revelación restituye el misterio de la alteridad del mundo.



4) El texto es el discurso que se cierne sobre la apertura infinita que la música es capaz de operar y la restringe, la extermina. Fin de la apertura del mundo, de la alteridad y grave error de desconocimiento. La música es apertura del ser: por eso cuanto menos predominio del texto tanto mejor (lo que implica también el paso a un segundo plano del “cantante” y su “voz”. El sujeto cartesiano debe consumirse en el vértigo centrípeto de la densidad sonora). Vale para esta música tiranizada por los textos -y por el tratamiento de ella misma como "texto"- lo que escribía Artaud para el teatro: “un teatro que subordine al texto la puesta en escena y la realización es un teatro de idiotas, de locos, de invertidos, de gramáticos, de tenderos, de antipoetas, de positivistas”.

Cerrar textualmente una música siempre es empobrecerla, la inserta en la estrechez del lenguaje, clausura su sentido en el significado del texto y del repertorio de acordes fijados. Pasa a ser dependiente de una inscripción y como ella es materia muerta. No rompe el “estado fragmentario del hombre” del que habla Bataille, homólogo al acto de elección de un objeto que mediante ese gesto excluye inevitablemente a todos los demás -por tanto también de toda otra posibilidad- lo que tiene por consecuencia nuestra propia objetivación en lo real. Estado de fragmentación que en música ocurre con la imposición del tema, de la forma, de la inevitable literalidad de la letra, del lenguaje: elegimos el texto reduciendo lo innombrable fijándolo a su sentido; todos los matices de la expresión quedan enmudecidos o canalizados por una sola idea: es entonces cuando la música pierde su capacidad de totalización y permanece en ese campo hecho de exclusiones al que completamente ignorantes de otras posibilidades llamamos realidad, no salimos de ahí. Uno no puede objetivarse en algo y “ser” plenamente perdiéndose. Nunca se va al límite. Se vive en la supersticiosa calidez de las certezas: cada cosa en su lugar. Por tanto para esa cándida música toda canción debe tener un “mensaje”, un “do” debe ser un “do”.

Ante la mera decodificación podemos aplicar el razonamiento baudrillardiano sobre la banalización que la lingüística como "ciencia positiva" ha operado sobre el lenguaje: en lo poético “se puede plantear la hipótesis de que el gozo es en función directa de esa disolución de toda referencia positiva. El gozo es mínimo allí donde el significado se produce inmediatamente como valor: en el discurso ‘normal’ de la comunicación; palabra lineal y estacionaria, que se agota en la descodificación”, economía política de la palabra y la música. Melodía estándar, acompañamiento con los acordes de repertorio, voz y letra -el Sujeto- vectorizando el conjunto y fijando el sentido: la literalidad de una mala poesía. Pues ésta no es hacer metáforas hermosas, no es sólo hablar de lo mala o bella que es la vida… Es saber conmover disolviendo, más allá del sentido de las propias palabras. Sobra verborrea. Cada palabra debe ser un sol negro que imante el mundo. Minimalismo del sentido, máxima apertura. Es un nivel más profundo que incluye el silencio y puede rozar el delirio. En una música con "aura" el placer no pertenece al orden del lenguaje: por eso decimos que es inenarrable, inefable, que "nos quedamos sin palabras"; nos inundamos y sumergimos en el no-saber, y ese placer (alegría, gozo, plenitud, tristeza, depresión, erotismo, melancolía, violencia...) es directamente proporcional al grado de revelación que la música es capaz de actualizar, al grado en que puede conmover los límites en los que está encerrado el sujeto. En el nivel banal tanto la música como la letra son decodificados como un juego de baja intensidad, un pequeño desciframiento, un pequeño momento lúdico, con lo que el misterio es entonces mínimo; ahí en esa mala música, todo está muy claro y distinto, cartesiana y positivamente diáfano, diferenciado, bien temperado. Dos y dos son cuatro.



Hay acordes que quieren contener el mundo entero, armonías implosivas que hacen acto de resonancia totalizadora. Es cuando el universo se devuelve a su estado de totalidad insensata: hacer esto no implica afirmar una nueva verdad, pues la totalidad insensata no positiviza nada ni forma sistema o polaridad alguna, ni con la verdad ni con lo que ésta excluye. La totalidad insensata hace resplandecer el enigma y la inclusión de lo verdadero y lo falso –y de todos los conceptos- en su implosión y aniquilación.

Y esto vale tanto para la música como para la teoría, como para el conjunto de la vida.

Esta música y este pensamiento del que hablamos es el que debemos preservar a toda costa. Pues ambos permiten abolir la separación de las objetividades que constituyen nuestro mundo y forma de vida; es lo único que puede llevar, como dice Bataille al “hombre completo”: aquél que ha abolido toda instanciación, toda objetividad en favor de una permeabilidad en la que ya nada está separado. La música debe ayudarle en la búsqueda de esa posibilidad; debe ser como el pensamiento según Baudrillard: “un agente provocador, que gestiona la ilusión por la ilusión … Tal vez sea necesario aceptar dos niveles de pensamiento: un pensamiento causal y racional ... y otro nivel de pensamiento, mucho más radical, que formaría parte de un destino secreto del mundo, del que sería una especie de estrategia fatal”.



Un pensamiento perdido



Hay también una música para ese nivel, sólo hay que buscar el camino: sabremos que estamos en él cuando, tras nuestros pasos, nuestras huellas vayan borrándose una a una…













Antonin Artaud:

El teatro y su doble

Georges Bataille:

Sobre Nietzsche. Voluntad de suerte

Jean Baudrillard:

El intercambio simbólico y la muerte

Contraseñas

Paul Zumthor:

Introduction à la poésie orale


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