martes, 6 de marzo de 2012

Sobre una nota perdida en un libro de Jung


Nota anónima encontrada entre las hojas de un ejemplar de “Sobre el simbolismo del mandala”, de Carl Gustav Jung, 1938: 

“Laberintos
Entrañas de sangre, cañones, selvas y ríos, piedra y adobe pintados de ocres y ojos protectores como los de las naves griegas que arrancan espuma en busca de vellocinos de oro. Enigmático caramillo que el pastor hace sonar entre los pinos, mientras el laurel se consume junto a la piedra sacrificial donde un hombre abierto y sangrante es observado, en el que se revelan los signos de un porvenir que ya germina en el presente viviente. Metamorfosis del devenir en carne del mundo en la que cada circunvolución abre una nueva espiral de enigma. Jung dijo que el laberinto simboliza la búsqueda del propio centro, del sí mismo. Nada más equivocado. El laberinto no tiene geografía, pues ésta es la mera escritura del terreno. El laberinto jamás es una escritura, algo reductible a dos dimensiones: No tiene centro en torno al cual los corredores y pasadizos neblinosos gravitan; es un entorno sensible y justamente está hecho para perderse… “Jamás debe confundirse el triunfo con la salida: esa es la visión del que no comprende más allá de lo que tiene delante de sus narices. Pues la verdadera respuesta es que un laberinto comprende a otro y que cada salida es la puerta a un laberinto más inquietante y maravilloso…” Ésas fueron las palabras que aquel hombre cuyo halcón encapuchado descansaba junto a él, de blanca perilla, abrigo rayado, botas de montar, majestuoso turbante y ojos rasgados me dirigió en aquella chaikana del mercado de Mazar-i-Sharif, en Balj, Bactria, antes de perderse él mismo en el dédalo de callejuelas en busca de otras puertas al infinito…"

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