martes, 6 de marzo de 2012

DESDE LA ULTIMA PLAYA

El lenguaje, lo económico, lo político, lo social, cualquier estructura que se fija, se materializa -cobra realidad- construye como un mecano el futuro, crea un tiempo, un espacio colonizador,  produce lo real.


Nuestros antepasados se dieron el habla para revelar y profundizar en la ambivalencia de vida y muerte, de evanescencia y renacimiento del presente para seducir a los otros, a las bestias y plantas, al mundo y los astros... Habla plena: El habla y la mente indistinguibles como dominios separados eran inclusivos, no distintivos, impregnados de mundo y formando una red infinita de complicidades conflictuales y seductoras: estas características aún perviven degradadas en lo poético.


Hoy creemos que el habla nació fundamentalmente para comunicar información relacionada con la supervivencia porque en algún momento nos hemos desviado de ella, aplicándonos en la ingente e infinita tarea de creer que podemos reducirla a “lenguaje” y darle un uso para llenarlo, inundarlo de contenidos, de metáforas y efectos mediante su aliada consustancial, la escritura, que en esencia está hecha, fluye y se despliega a imagen y semejanza del capital y del poder: vivimos en la logoestructura y sentimos nostalgia de la evanescencia del habla, del gesto, de la inmediatez de un mundo que responde, que es corresponsable.


Si todo futuro es producido todo presente es ritualizado, actualizado, revelado, pero hemos expulsado la inmanencia del ahora a cambio de una vida que emplaza su razón de ser y su supervivencia en el porvenir... Infinitamente tediosa y desangelada misión la de construir una cronosfera, una toposfera, una cronotopía: de ahí la creación de un pasado interpretado en función de la abstracción de un futuro que secuestra el presente bajo su férrea tiranía, el diferimiento y differànce productos de la extensión de una estructura, de una red o rizoma de aplazamientos... Un vehículo tiene el futuro en sus átomos, está hecho para desenvolverse recorriendo el tiempo. Un teclado es una máquina de creación de duración, está consagrado a la infinitud y linealidad del tiempo a través de la materialidad de la escritura... Nuestra vida se da siempre en el plazo -corto o largo-, en la angustiosa y fatal espera del vencimiento de la muerte. Y de la misma forma que todo existe a plazos y por tanto en el aplazamiento también todo tiene un emplazamiento, un espacio: todo está producido, todo tiene lugar en tanto que ocupa un mundo físico que crea lo infinito y lo infinitesimal.


Nuestros predecesores se dieron el don y el contradon, el sacrificio -el intercambio simbólico- para poder vivir, hablar, reproducirse, alimentarse –pero comer no es lo primero, tampoco lo es el sexo: el lenguaje por ejemplo también es fundamental, nada es “infraestructura” alguna- en un mundo que es corresponsable, en el que las acciones son voluntades humanas e inhumanas ligadas por un pacto entre alteridades (el concepto de voluntad no tiene nada que ver aquí con el animismo como definición superficial de proyección pseudoinfantil de lo humano en el mundo). Hemos degradado y reducido el intercambio simbólico a lo económico para vernos de golpe en la interminable y frustrante tarea de llenarlo de objetos, de cosas, de materia, de valor, de vidas que se consumen en la gran máquina del trabajo y el consumo…


Nuestros ancestros se dieron la guerra, la tradición y el poder de vida y muerte del grupo para poder conjurar la instanciación de una estructura de dominación desgajada de la comunidad. Hemos destruido todo eso en provecho de la implantación de una estructura de servidumbre, de poder y biopoder solidarias de todas las otras rupturas del intercambio simbólico y tenemos que llenarla angustiosamente de masas, de superpoblación, de sumisión, de trabajo, de ocio y melancolía…


Nuestros antepasados se dieron una vida para perderla, inseparable con la muerte en un mundo que nace y se pierde a cada instante... Para que lo real pueda tener sentido es preciso establecer una ontología de la identidad, que cada cosa sea ella y nada más, que todo esté separado, instanciado como positividad: a diferencia de otros mundos no realistas en el nuestro la no identidad y la ambivalencia equivalen a la no existencia o a la exclusión. Hemos conquistado una vida real y por tanto irreversible, acumuladora de objetos, de tiempo, de valor, de poder, de espacio, de lenguaje que no pueden ser perdidos, una vida que desemboca en una muerte desprovista de sentido alguno porque las cauciones que defienden lo real impiden el pleno y gozoso juego de vivir una vida que se llena y simultáneamente se vacía sin cesar y no conoce la prisión de lo idéntico, de lo mismo: hemos construido un mundo que impide el juego con un universo regido por el Destino y que nunca es producido, sino revelado en plena ambivalencia y exención de lo real… Y sentimos nostalgia del juego, porque éste es siempre más grande, serio y cruel que la vida: incluso contrariamente a lo que parece a primera vista el que juega no lo hace para ganar, sino para perder… porque ganar es perderse: ciertamente el ganador conquista en el orden real, acumula. Pero el vencedor lo es porque tal vez es quien más siente la necesidad de ponerse en juego, de jugar con total desenvoltura y al mismo tiempo como si le fuera la vida en ello… Esa es la clave: el que gana pierde porque es el que ha llegado más lejos, ha llevado el juego hasta su cumplimiento final, por lo tanto es quien puede perderse… ha conquistado la nada, lo inútil, la pérdida; ha perdido y se ha perdido… Los que viven en el vértigo del juego sea o no de competición viven la pasión arrebatadora de sentir la plena ambivalencia del todo o nada, de la vida y la muerte inmanentes; aquellos que conquistan un trofeo o alcanzan una cumbre, los que verdaderamente sienten el gozo y la soberanía de haber jugado el gran juego hasta el final son los que se disuelven, los que se vuelven evanescentes en el llanto, los que pierden su identidad cerrada arrasada en lágrimas…

Nuestra especie se dio la Ilusión en un mundo evanescente, inmaterial, inhumano y efímero con el que había que convivir. Nosotros hemos creado lo real y la insustancialidad fundamental del mundo no puede hacer nada contra aquél: tal es la irreductibilidad de lo real, su dimensionalidad, su opacidad y resistencia… ¿Habéis caminado junto a una playa en algún rato muerto, perdido y por tanto reencontrado en esa tranquilidad metafísica que os mece en el sonido de las olas y su inesencialidad luminosa? Ellas se desvanecen, se pierden en la arena frente a los edificios que erguidos en primera línea miran al mar indiferentes, impenetrables…


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