El lenguaje, lo económico, lo
político, lo social, cualquier estructura que se fija, se materializa -cobra
realidad- construye como un mecano el futuro, crea un tiempo, un espacio colonizador,
produce lo real.
Nuestros antepasados se dieron el habla para revelar y profundizar en la ambivalencia de vida y muerte, de evanescencia y renacimiento del presente para seducir a los otros, a las bestias y plantas, al mundo y los astros... Habla plena: El habla y la mente indistinguibles como dominios separados eran inclusivos, no distintivos, impregnados de mundo y formando una red infinita de complicidades conflictuales y seductoras: estas características aún perviven degradadas en lo poético.
Nuestros antepasados se dieron el habla para revelar y profundizar en la ambivalencia de vida y muerte, de evanescencia y renacimiento del presente para seducir a los otros, a las bestias y plantas, al mundo y los astros... Habla plena: El habla y la mente indistinguibles como dominios separados eran inclusivos, no distintivos, impregnados de mundo y formando una red infinita de complicidades conflictuales y seductoras: estas características aún perviven degradadas en lo poético.
Hoy creemos que el habla nació
fundamentalmente para comunicar información relacionada con la supervivencia
porque en algún momento nos hemos desviado de ella, aplicándonos en la ingente e infinita
tarea de creer que podemos reducirla a “lenguaje” y darle un uso para llenarlo,
inundarlo de contenidos, de metáforas y efectos mediante su aliada
consustancial, la escritura, que en esencia está hecha, fluye y se despliega a
imagen y semejanza del capital y del poder: vivimos en la logoestructura y
sentimos nostalgia de la evanescencia del habla, del gesto, de la inmediatez de
un mundo que responde, que es corresponsable.
Si todo futuro es producido todo
presente es ritualizado, actualizado, revelado, pero hemos expulsado la
inmanencia del ahora a cambio de una vida que emplaza su razón de ser y su
supervivencia en el porvenir... Infinitamente tediosa y desangelada misión la de
construir una cronosfera, una toposfera, una cronotopía: de ahí la creación de
un pasado interpretado en función de la abstracción de un futuro que secuestra
el presente bajo su férrea tiranía, el diferimiento
y differànce productos de la extensión de una estructura, de una red o
rizoma de aplazamientos... Un vehículo tiene el futuro en sus átomos, está hecho
para desenvolverse recorriendo el tiempo. Un teclado es una máquina de creación
de duración, está consagrado a la infinitud y linealidad del tiempo a través de
la materialidad de la escritura... Nuestra vida se da siempre en el plazo -corto
o largo-, en la angustiosa y fatal espera del vencimiento de la muerte. Y de la
misma forma que todo existe a plazos y por tanto en
el aplazamiento también todo tiene un emplazamiento, un espacio:
todo está producido, todo tiene lugar en tanto que ocupa un mundo físico que crea lo infinito y lo infinitesimal.
Nuestros predecesores se dieron el
don y el contradon, el sacrificio -el intercambio simbólico- para poder vivir,
hablar, reproducirse, alimentarse –pero comer no es lo primero, tampoco lo es el
sexo: el lenguaje por ejemplo también es fundamental, nada es
“infraestructura” alguna- en un mundo que es corresponsable, en el que las
acciones son voluntades humanas e inhumanas ligadas por un pacto entre alteridades
(el concepto de voluntad no tiene nada que ver aquí con el animismo como
definición superficial de proyección pseudoinfantil de lo humano en el mundo).
Hemos degradado y reducido el intercambio simbólico a lo económico para vernos
de golpe en la interminable y frustrante tarea de llenarlo de objetos, de cosas,
de materia, de valor, de vidas que se consumen en la gran máquina del trabajo y
el consumo…
Nuestros ancestros se dieron la
guerra, la tradición y el poder de vida y muerte del grupo para poder conjurar
la instanciación de una estructura de dominación desgajada de la comunidad.
Hemos destruido todo eso en provecho de la implantación de una estructura de
servidumbre, de poder y biopoder solidarias de todas las otras rupturas del
intercambio simbólico y tenemos que llenarla angustiosamente de masas, de
superpoblación, de sumisión, de trabajo, de ocio y melancolía…
Nuestros antepasados se dieron una
vida para perderla, inseparable con la muerte en un mundo que nace y se
pierde a cada instante... Para que lo real pueda tener sentido es preciso
establecer una ontología de la identidad, que cada cosa sea ella y nada más, que
todo esté separado, instanciado como positividad: a diferencia de otros mundos
no realistas en el nuestro la no identidad y la ambivalencia equivalen a la no
existencia o a la exclusión. Hemos conquistado una vida real y
por tanto irreversible, acumuladora de objetos, de tiempo, de valor, de poder,
de espacio, de lenguaje que no pueden ser perdidos, una vida que
desemboca en una muerte desprovista de sentido alguno porque las cauciones que
defienden lo real impiden el pleno y gozoso juego de vivir una vida que se llena
y simultáneamente se vacía sin cesar y no conoce la prisión de lo idéntico, de
lo mismo: hemos construido un mundo que impide el juego con un universo regido
por el Destino y que nunca es producido, sino revelado en plena
ambivalencia y exención de lo real… Y sentimos nostalgia del juego, porque éste
es siempre más grande, serio y cruel que la vida: incluso contrariamente a lo
que parece a primera vista el que juega no lo hace para
ganar, sino para perder… porque ganar es perderse: ciertamente el ganador
conquista en el orden real, acumula. Pero el vencedor lo es porque tal vez es
quien más siente la necesidad de ponerse en juego, de jugar con total
desenvoltura y al mismo tiempo como si le fuera la vida en ello… Esa es la
clave: el que gana pierde porque es el que ha llegado más lejos, ha llevado el
juego hasta su cumplimiento final, por lo tanto es quien puede perderse… ha
conquistado la nada, lo inútil, la pérdida; ha perdido y se ha perdido…
Los que viven en el vértigo del juego sea o no de competición viven la pasión
arrebatadora de sentir la plena ambivalencia del todo o nada, de la vida y la
muerte inmanentes; aquellos que conquistan un trofeo o alcanzan una cumbre, los
que verdaderamente sienten el gozo y la soberanía de haber jugado el gran juego
hasta el final son los que se disuelven, los que se vuelven evanescentes en el
llanto, los que pierden su identidad cerrada arrasada en
lágrimas…
Nuestra especie se dio la Ilusión en un mundo evanescente, inmaterial,
inhumano y efímero con el que había que convivir. Nosotros hemos creado lo real
y la insustancialidad fundamental del mundo no puede hacer nada contra aquél:
tal es la irreductibilidad de lo real, su dimensionalidad, su opacidad y
resistencia… ¿Habéis caminado junto a una playa en algún rato
muerto, perdido y por tanto reencontrado en esa tranquilidad
metafísica que os mece en el sonido de las olas y su inesencialidad luminosa? Ellas se desvanecen, se pierden en la arena frente a los edificios que
erguidos en primera línea miran al mar indiferentes,
impenetrables…
No hay comentarios:
Publicar un comentario